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domingo, 28 de noviembre de 2021

 



Hasta ahora hemos visto que la idea central que corre a través de toda la epístola es que la vida cristiana aquí en la tierra es una preparación para el cielo. Es una idea tan importante, y tan olvidada muchas veces, que no haríamos mal en repetírnosla a nosotros mismos cada día, orando al mismo tiempo para que el Señor nos ayude a aprovechar bien cada oportunidad que él pone en nuestro camino para estar cada vez mejor preparados para las inmensas oportunidades que el mundo venidero nos depara.

Ahora vamos a ver otro aspecto que Pedro enfatiza también en esta epístola. Está relacionado con el anterior y tiene que ver con el hecho de que Dios desea formar en nosotros, aquí y ahora, el carácter de ese Reino glorioso al cual nos estamos dirigiendo, es decir, un carácter, una conducta y una manera de ser y vivir que sean consonantes con el que nos encontraremos cuando entremos en el Reino eterno de nuestro Señor Jesucristo.

La lógica de todo esto es incuestionable. ¿Cómo vamos a servir al Señor en su Reino si nuestro carácter y forma de ser chocan con el carácter y forma de ser de allí arriba?

Sin un carácter como el de Cristo, todo lo que pudiéramos hacer, tanto aquí y ahora, como en la eternidad, no pasaría de ser "metal que resuena o címbalo que retiñe" (1 Co 13:1), es decir, cosas vacías. Necesitamos un carácter fraguado en la forja del Reino de los Cielos y en la Escuela de Cristo.

Esto lo enseñó el Señor muy claramente al comienzo de su ministerio público en lo que conocemos como el Sermón del Monte (Mateo 5-7). Allí el Señor trazó con pinceladas magistrales cuáles son las verdaderas características de los hijos del Reino, características que Dios desea que se reproduzcan en todos nosotros, "para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5:45). Se trata del mismo carácter de Dios que nos ha sido manifestado en la persona de su Hijo Jesús, y que ahora quiere que se reproduzca también en nosotros.

Leyendo estos capítulos de Mateo no nos queda ninguna duda de que Dios tiene grandes expectativas en cuanto a nosotros: "Sed pues vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto" (Mt 5:48). Sólo de esta manera nuestro servicio para el Señor será aceptable y eficaz.

Podemos comparar esto con la enseñanza del Señor en el aposento alto (Juan 13-17), cuando estaba a punto de dejar este mundo para volver al cielo. Allí volvió a enfatizar la necesidad que tenemos de que se forme en nosotros un carácter auténticamente espiritual mediante la comunión íntima con él y la limpieza que él efectúa por medio de su Palabra en nosotros. Por ejemplo, el Señor le dijo a Pedro: "Si no te lavare, no tendrás parte conmigo" (Jn 13:8). Sólo así tendremos "una amplia y generosa entrada en el Reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo" (2 P 1:11).

Con todo esto en nuestras mentes, regresamos nuevamente a la segunda epístola de Pedro, y veremos que allí nos encontramos con la misma cuestión. Lo que él nos va a decir es que si un día vamos a compartir con el Señor la administración de su glorioso Reino, tendremos que aprender a hacerlo ahora en este mundo por medio del desarrollo de un carácter maduro, espiritual y auténticamente cristiano; el mismo carácter de Cristo.

Lógicamente, esto nos lleva a hacernos varias preguntas: ¿Dónde dice que yo tengo que llegar a ser como Cristo? ¿Qué posibilidades tengo de llegar tan lejos? ¿Con qué recursos puedo contar para alcanzar esa meta? ¿Cómo puedo conseguir esto en la práctica?

Estas son algunas de las cuestiones que vamos a abordar a continuación.
¿Por qué tengo yo que ser como Cristo?

La respuesta la encontramos en (2 P 1:4): "Nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina".

Puede que alguien piense que esto ya se cumplió en nosotros el día en que nos convertimos y nacimos de nuevo. Como el mismo apóstol Pedro diría en (1 P 1:23): "Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre".

Por supuesto, al nacer de nuevo, el Espíritu de Dios entró en nosotros y nos comunicó la misma vida y naturaleza de Dios, pero eso no quiere decir que ya no haya nada más que debamos hacer. Por eso, aunque Pedro mismo ya ha dicho que somos participantes de la naturaleza divina desde el momento de nuestra conversión, no obstante, dice ahora, hemos de llegar a ser participantes de la naturaleza divina.

Tal vez alguien conteste que Pedro estaba pensando en gente que todavía no había nacido de nuevo, y en ese caso, les estaba exhortando a convertirse porque de otro modo nunca llegarán a entrar en el Reino de Dios. Pero evidentemente esa forma de interpretarlo no es correcta, puesto que aquí Pedro está hablando a los creyentes (2 P 1:1-3). Entonces, ¿qué quiere decir cuando se nos exhorta a "llegar a ser participantes de la naturaleza divina" (2 P 1:4)?

Este es un asunto importante al que debemos prestar atención, porque precisamente es aquí donde está la clave para entender todo el capítulo.
Para intentar aclararlo vamos a usar una ilustración. Pedro nos dijo en su primera epístola que al nacer de nuevo somos como niños recién nacidos (1 P 2:2). Ahora podemos pensar en un niño que acaba de nacer. Sus padres lo miran con admiración. Parece un muñequito, pero no lo es; respira, se mueve, tiene vida. La misma vida de sus padres. Y está completo: deditos, uñas, brazos, piernas, cabeza, cerebro, lengua... todo completo.

Ahora pensemos por un momento en el padre de ese bebé. Se trata de un hombre de negocios, dueño de una importante multinacional en la que trabajan miles de obreros. Ese hombre ha estado esperando el nacimiento de un hijo que pueda aprender bien el negocio y le ayude en la dirección de su empresa, llegando un día a heredarla completamente. Así que, cuando le comunican que su hijo ha nacido, corre al hospital emocionado y comprueba que es verdad. Toma el bebé en sus brazos, lo inspecciona, comprueba que está bien y le dice: "Ya era hora, te he estado esperando por muchos años, ahora no podemos perder ni un minuto, tienes mucho que aprender y hacer. El lunes te espero en la oficina a los ocho y manos a la obra". Por supuesto, el niño le mira sin entender absolutamente nada de lo que su padre le está diciendo; como mucho dirá algo parecido a "gluglú" y se echará a dormir. Y lo mismo hará el lunes, y por bastantes años más.

Sí, es verdad, el niño está completo, pero antes de que pueda ponerse al lado de su padre y dirigir su empresa con él, ese bebé tendrá que formarse, desarrollando sus facultades mentales y aptitudes para llegar a ser un hombre maduro y capacitado como su padre.

Tendrá que ir dejando la mentalidad y actitudes de niño para aprender a pensar y actuar como un adulto. Tendrá que tomarse la vida muy en serio, estudiando, aprendiendo, disciplinándose y progresando en su carrera profesional. Tendrá que tener siempre delante de sí la meta de llegar un día a estar al lado de su padre colaborando en la dirección de su gran empresa. Y por encima de todo, tendrá que tener una relación muy íntima con su padre, llegando a conocerle y así poder compartir sus pensamientos también.

Y esto es precisamente de lo que Pedro nos está hablando en los primeros versículos de esta epístola. Porque como ya hemos visto, el propósito de Dios es que un día estemos junto a su Hijo como coherederos (Ro 8:17), colaborando en la administración del vasto universo que podemos ver, y también del glorioso mundo sobrenatural que todavía no vemos.

Por lo tanto, no se trata de administrar una empresa de este mundo, ni siquiera la más grande multinacional que podamos imaginar, sino del mismo Reino de Cristo.

Ahora bien, para que este estupendo propósito llegue a ser una realidad, en primer lugar es necesario nacer de nuevo, porque sólo de ese modo podremos compartir la misma vida y naturaleza de nuestro Padre celestial. Pero después de esto, tendremos que tomar la vida cristiana muy en serio, y colaborar con Dios a diario con "toda diligencia" (2 P 1:5) para ir añadiendo a nuestra vida las características y virtudes mencionadas en estos versículos: "fe, virtud, conocimiento, dominio propio, paciencia, piedad, afecto fraternal y amor" (2 P 1:5-7). El propósito de todo esto es que se vaya formando en nosotros un carácter maduro, el mismo carácter de Cristo.

Y esto es algo que nosotros hemos de hacer: "Vosotros también, poniendo..." (2 P 1:5). Es verdad que hemos sido salvados por pura gracia, por la fe, sin las obras. No hemos tenido que hacer nada; todo nos fue dado gratuitamente (2 P 1:3). Pero para crecer y que se forme en nosotros el carácter de hijos maduros, capaces de asumir los planes que Dios tiene pensados para nosotros, tendremos que esforzarnos mucho, y eso sí que depende en gran medida de nosotros.

¿Qué posibilidades tengo yo de llegar a ser como Cristo?

Cuando nos enfrentamos con la altísima vocación a la que Dios nos ha llamado, y reflexionando en todo lo que implica, es fácil llegar a pensar que eso no es para nosotros: "Tal vez sí lo sea para alguien como el apóstol Pedro o para los otros apóstoles, pero no para mí. Ellos eran hombres excepcionales, con una fe especial; ellos sí que podían aspirar a esas alturas, y quizá haya en nuestro tiempo algunos hombres como ellos, pero definitivamente, yo no soy uno de ellos. Yo soy una persona sencilla, de a pie, sin dones especiales. Siendo realista, aspirar a algo tan grande no es para mí".

Ahora bien, notemos con atención lo que dice el primer versículo de esta epístola: "habéis alcanzado, por la justicia de nuestro Dios y Salvador Jesucristo, una fe igualmente preciosa que la nuestra". Esto quiere decir que nuestra fe es igualmente preciosa que la suya, es del mismo valor, la misma categoría, los mismos privilegios y posibilidades.

Esta frase que Pedro utiliza aquí tiene ciertas connotaciones políticas. En aquel tiempo, en el Imperio Romano, los ciudadanos se dividían socialmente por clases. Algunos gozaban de privilegios y posibilidades que no estaban al alcance de otros. Pero en la "política" del Reino de los Cielos, no es así, nos asegura el apóstol. Todos hemos recibido una fe de igual valor, con los mismos privilegios y posibilidades. Es importante enfatizar esto, porque la fe nos abre la puerta a todo lo que la salvación que Dios ha preparado incluye. Y como muy bien exclama el autor a los Hebreos, ¡es una salvación tan grande! (He 2:3). Así pues, tanto para Pedro, como para nosotros también, todos los preciosos recursos de esta salvación están a nuestra disposición.

Y esto nos lleva a la tercera pregunta.

¿Con qué recursos puedo contar para alcanzar este propósito?

La respuesta la encontramos en (2 P 1:3-4). Todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad "nos han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia, por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina".

Cuando nacemos de nuevo llegamos a tener en nosotros la misma vida y naturaleza de Dios, una vida llena de vigor y posibilidades. Por lo tanto, potencialmente tenemos todo lo que necesitamos para que se vaya desarrollando y formando en nosotros su mismo carácter, y de ese modo lleguemos a ser hijos maduros y competentes para enfrentarnos con la alta vocación a la que hemos sido llamados (2 P 1:10).

Además, tenemos "preciosas y grandísimas promesas" que Dios mismo nos ha hecho, y que nos aseguran que su determinado propósito se cumplirá, y un día estaremos al lado de su Hijo administrando sus vastos dominios.

Ya hemos visto algunas de estas promesas en estudios anteriores. Aquí podemos añadir algunas más:


(Stg 2:5) La promesa de ser herederos del Reino.

(Ro 4:13,16) La promesa de ser herederos del mundo

(He 12:26-29) La promesa de un Reino inconmovible.

Todas estas promesas, y muchas más que encontramos en las Escrituras, nos han sido dadas para estimular nuestro espíritu y animarnos para hacer firme nuestra vocación y elección.Por supuesto, Dios es fiel en cuanto a sus promesas, y podemos estar seguros de que él cumplirá su parte en todo lo que ha dicho, de otro modo, su propio carácter quedaría en entredicho, lo cual no es posible. Recordemos algunos textos que afirman esta verdad:

(Fil 1:6) "El que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo."

(Fil 2:13) "Dios es el que en vosotros produce el querer como el hacer, por su buena voluntad."

(Jn 14:13) "Todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré."

Ya tenemos a Dios y a nuestro Señor Jesucristo, lo que es absolutamente primordial, pero ahora es necesario también que nosotros tengamos una intimidad real y creciente con ellos, conociéndoles cada día mejor. Y esto no se puede quedar en la teoría; es necesario que llegue a ser una realidad viva en nuestras experiencias. Veamos el énfasis que Pedro pone en su epístola en este conocimiento personal que debemos tener de Dios.

(2 P 1:2) "Gracia y paz o sean multiplicadas en el conocimiento de Dios y de nuestro Señor Jesús"

(2 P 1:3) Todo nos ha sido dado "mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia".

(2 P 1:8) "No os dejarán estar ociosos ni sin fruto en cuanto al conocimiento de nuestro Señor Jesucristo"

(2 P 3:18) "Creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo"

Volviendo a la ilustración que antes vimos del hombre de negocios, dijimos que él había puesto sus esperanzas en el hijo que acababa de nacer para que un día llegara a administrar toda su empresa, pero vimos que para ello sería necesario que el muchacho creciera y estudiara para formarse adecuadamente a fin de que pudiera hacerse cargo de los negocios de su padre cuando llegara el momento. Pero además de eso, también sería imprescindible que llegara a conocer bien a su padre. A fin de cuentas, era él quien había fundado aquella empresa con una visión de futuro y unos planes en desarrollo. Por lo tanto, tendría que pasar horas con su padre, hablando con él, aprendiendo de él, y conociendo y compartiendo sus pensamientos. Sólo de ese modo podría llegar a colaborar en la empresa de su padre.

Y es exactamente así también en nuestro caso frente a los "negocios" de nuestro Padre celestial. Nosotros también necesitamos estar en la presencia de Dios y conocerle. De otro modo, nunca llegaremos a experimentar un auténtico progreso espiritual en nuestras vidas. Podríamos ir al mejor instituto bíblico del país y sacar el diploma de teología con la mejor puntuación del curso, pero eso en sí mismo será insuficiente, y no logrará producir en nosotros un auténtico carácter espiritual, de hecho, con mucha facilidad, podría llegar a producir el efecto contrario: orgullo, arrogancia y autosuficiencia.

No lo olvidemos: el carácter espiritual que Dios busca se forma y desarrolla primordialmente intimando con las Personas Divinas y conociéndolas.

Por otro lado, la tendencia natural de la nueva vida que tenemos se dirige hacia Dios, añora a Dios, nos quiere introducir a Dios. Y al mismo tiempo, cuanto más conocemos a Dios, esta nueva vida crece, se desarrolla, madura y desea aún más de él. Es así como somos transformados más y más en su imagen (2 Co 3:18).

Pablo deseaba por encima de todas las cosas conocer al Señor (Fil 3:8-14). Esta era la razón por la que había sido salvado. Por lo tanto, deseaba "asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo" (Fil 3:12).

Tal como el mismo Señor Jesucristo explicó, el propósito de la vida eterna es, en primer lugar, llevarnos a la presencia de Dios para que le conozcamos: "Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien has enviado" (Jn 17:3).

¿Cómo puedo yo crecer en el conocimiento de Dios?

Si mi crecimiento depende de que yo conozca cada vez más de Dios, ¿cómo puedo llegar a avanzar en esto?

La respuesta es que esto se produce por medio de una intimidad creciente con su Palabra. Este es un tema del que el apóstol Pedro trató en su primera epístola (1 P 1:23) (1 P 2:2) y del que vuelve a tratar nuevamente aquí (2 P 1:19-21).

No hay otra manera. Y esto es así porque la Biblia no es simplemente un libro de texto para aprender mucha teología, teoría o historia. La Biblia es Dios mismo hablándonos desde el cielo. Es Dios dándose a conocer. Fuera de la Biblia no hay otra manera de conocer a Dios.

Y esta es una de las mayores tragedias del pueblo evangélico en la actualidad, porque cada vez nos preocupa menos escuchar la voz de Dios que nos habla a través de su Palabra. Y claro está, cuando no escuchamos la voz de Dios, lo que oímos es la voz del mundo hablándonos por un sin fin de medios. Y no lo olvidemos, el mundo está empeñado en impedir nuestro progreso espiritual.

En cuanto a la importancia de la lectura de la Biblia, no debemos olvidar lo que el Señor dijo: "Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí" (Jn 5:39). Aquí vemos que la principal intención de las Escrituras es llevarnos de la mano para introducirnos al Señor... es contactar con el Señor, intimar con él, oír su voz en lo más íntimo de nuestro ser y vivir.

Porque, como Pedro tuvo que decir: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6:68). En las palabras del Señor está la vida que necesitamos para capacitarnos para ese mundo eterno... y las necesitamos en abundancia.

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