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domingo, 28 de febrero de 2021

La Moral Engañosa de Cómodo..

Busto de Cómodo vestido como Hércules. Dominio público.


Marco Aurelio se empeñó en educarle para el trono, pero su hijo era su antítesis. Solo le atraían las luchas de gladiadores. Así que se convirtió en uno. 

Los gladiadores, un grupo al servicio de los políticos

El único reproche que la historia puede hacer a Marco Aurelio, al que cronistas e historiadores veneran como un emperador digno, sensato y de demostrada grandeza moral, es haber dejado el destino de su imperio en manos de un muchacho de tan solo 19 años: su hijo Cómodo. Un joven ambicioso, aspirante a gladiador, y al que la historia ha juzgado de incapaz y falto de carácter, además de responsable del declive de una de las mejores dinastías que gobernó Roma: la de los antoninos.

Durante casi cien años de gobierno, el principado antonino (96-192) había llevado estabilidad y prospe­ridad al Imperio gracias a la labor de cinco emperadores que accedieron al trono por elección, y no por consanguinidad. Ninguno de ellos tuvo descendencia, por lo que fueron escogiendo a su sucesor (al que nombraban hijo adoptivo) en virtud de sus méritos.

Marco Aurelio rompió con esa tradición y, en palabras del historiador Edward Gibbon, “sacrificó la felicidad de millones de personas por el entusiasmo que sentía hacia un muchacho indigno al escoger un sucesor de su familia, en lugar de buscarlo en la república”. Para el historiador, el error fue tal que incluso “los monstruosos vicios del hijo han ensombrecido la pureza de las virtudes del padre”.

Busto de Marco Aurelio, padre y predecesor de Cómodo.

 Dominio público

Nacido junto con su hermano gemelo Tito Aurelio Fulvo, que murió a los cuatro años, el joven Cómodo fue asociado enseguida al trono por su padre. Sería césar a los cinco años, a los quince fue nombrado Imperator y a los dieciséis se le concedió el consulado, con lo que ya podía participar plenamente del poder imperial, para el que su padre llevaba años preparándolo.

Desde su infancia había sido instruido por los mejores maestros y sabios, a los que Marco Aurelio hizo venir desde todos los rincones con la confianza de que, a través de una buena educación, forjaría la mente y el espíritu del hombre que un día habría de gobernar Roma. Pero no fue así: su naturaleza, y seguramente la influencia de las malas compañías, acabó imponiéndose a la formación.

A diferencia de Marco Aurelio, distinguido por su sobriedad, Cómodo no sentía atracción alguna por la cultura y la filosofía que guiaron las Meditaciones de su padre. Sí en cambio por los excesos y por las diversiones del pueblo. Antes que a las clases, prefería entregarse a placeres y a aficiones como el uso de las armas o el lanzamiento de la jabalina. Prácticas impropias de un futuro emperador que, por el momento, se restringían a las cuatro paredes del hogar imperial.
Una de las primeras decisiones de Cómodo en el trono fue poner fin a la guerra.

Con un pie en el frente

En 180 la muerte sobrevino a Marco Aurelio en el frente del Danubio, adonde se había desplazado para dirigir personalmente la campaña contra el enemigo germano. El emperador quería acabar con las incursiones bárbaras y extender sus dominios hasta el Atlántico. Llevaba tres años de lucha cuando la peste acabó con su vida en Vie­na. Pero, por suerte, el Imperio ya tenía sucesor: el coemperador Cómodo, al que el ejército y el pueblo recibieron con expectación. 

Contra todo pronóstico, pese a que había prometido al ejército continuar con la política expansionista de su padre, una de sus primeras decisiones fue poner fin a la guerra, lo que para muchos significó, literalmente, claudicar. Entre otras concesiones a los bárbaros, Cómodo renunció a las plazas fuertes que su padre había dispuesto en territorio enemigo, puso fin a la expansión fronteriza y estableció subsidios económicos para los pueblos que consintieron firmar la paz.

Su único pensamiento era volver a Roma, entregarse a la vida alegre y disfrutar de los placeres que le deparaba su condición de gobernante: las comilonas, las concubinas y, sobre todo, los espectáculos circenses, por los que sentía auténtica devoción. 

Busto del joven Cómodo. 

 Naughtynimitz / CC-BY-SA-3.0


Quizá por los efectos derivados de la política de Marco Aurelio, sus primeros años de gobierno fueron tranquilos. Pero el carácter del joven emperador, más débil que malvado, se acabaría corrompiendo poco a poco. Según las crónicas de Herodiano, funcionario romano célebre por su Historia de Roma, una obra pintoresca aunque de dudosa objetividad, “algunos miembros de su séquito, que con engaños habían logrado arrimarse a Cómodo, intentaban minar el carácter del joven emperador. Su mesa era frecuentada por parásitos que medían la felicidad por su estómago y por sus vicios más abyectos”.

En cualquier caso, Cómodo, entregado de inmediato a la vida disoluta de Roma y más interesado en dar rienda suelta a sus inclinaciones y al hedonismo que en gobernar, alejó a los consejeros de su padre y se entregó al desenfreno descuidando sus responsabilidades. Su comportamiento empezó a inquietar a los círculos pró­ximos al poder, pero sobre todo al Senado, con el que Marco Aurelio había conseguido mantener un preciado equilibrio. Este se vendría abajo con los excesos del reinado de su hijo. 

Un odio irreconciliable

Una noche de 183, tan solo tres años después de ser proclamado emperador, Cómodo volvía a palacio cuando sufrió un intento de asesinato que casi acaba con su vida. De la penumbra salió un joven que se abalanzó sobre él blandiendo una daga y gritando “¡Toma, de parte del Senado!”. La guardia pudo detenerlo a tiempo. Con él caerían buena parte de los implicados en la trama. Entre ellos, la propia hermana del emperador, Lucila, a quien este desterró al exilio e hizo matar en la isla de Capri.

Lucila, hermana de Cómodo, que fue mandada asesinar por este. 
Lalupa / CC BY-SA-3.0)

El incidente marcó para siempre el carácter desconfiado de Cómodo, que inició su particular cruzada contra todos aquellos senadores, e incluso sus familias, que pudieran ser sospechosos de deslealtad. Según sus biógrafos, su obsesión era tal que la ejecución de un senador importante iba acompañada de la muerte de todos aquellos que podrían lamentar o vengar su destino.

Así que, consciente del peligro que corría, no sólo justificó esas muertes, sino que también perdió toda capacidad de sentir piedad o remordimientos. La ingenuidad y la necedad de los primeros años se tornaron en crueldad, y, a partir de aquel intento de homicidio, los asesinatos se convirtieron en el arma disuasoria preferida por el Emperador para evitar nuevas conspiraciones.

Cómodo se acogió entonces por completo a la protección del jefe de la guardia imperial, Tigidio Perenne. En sus manos no solo dejó su segu­ridad personal, sino también la gran mayoría de los asuntos de Estado, por los que, con solo 21 años, Có­modo sentía poco o nulo interés. Él prefería retirarse a su villa imperial, disfrutar de la mesa y las mujeres y pasar las horas entrenándose como gladiador en el patio de la casa.

Bien acomodado en su villa imperial, Cómodo se encontraba sumido en un confortable letargo.

Perenne, convertido en prefecto del pretorio, brazo ejecutor de las decisiones imperiales, se aprovechó durante tres años de la confianza de su emperador para gobernar a sus anchas. De paso, logró enriquecerse a costa de las expropiaciones de aquellos senadores que simplemente no le caían bien. Borracho de poder, pronto le pudo la ambición y, no satisfecho con haberse adueñado mediante extorsión de todo tipo de bienes y patrimonios, se atrevió a ir más allá: estaba decidido a apoderarse del Imperio.

La denuncia de las tropas, tan descontentas con el emperador como con su hombre de confianza, puso fin a la conspiración. Las legiones de Britania, a las que Perenne había impuesto a su hijo como mando militar, no estaban dispuestas a dejarse manejar por este, por lo que enviaron una delegación de 1.500 hombres a Roma para quejarse y delatar a Perenne.

Por entonces, bien acomodado como estaba en su villa imperial, Cómodo se encontraba sumido en un confortable letargo. Sin embargo, sabedor del riesgo que podía suponer para su trono y su cabeza una sublevación mi­litar, hizo matar a Perenne y a su hijo. Sin pensárselo dos veces.

Anillo sello de oro con retrato de Cómodo, encontrado en Tongeren (Bélgica). Dominio público



Tropezar dos veces 

Por lo visto, la experiencia con Perenne no debió de servir a Cómodo de escarmiento, puesto que de inmediato decidió remplazarle por otro favorito. El puesto de prefecto del pretorio quedaba vacante, y como él no tenía ganas de preocuparse por asuntos estatales cedió el poder a su mayordomo Cleandro.

Cleandro había sido enviado a Roma como esclavo para trabajar en el palacio imperial, donde supo jugar sus cartas con astucia para granjearse la confianza de su emperador. En Cómodo no despertó recelos ni suspicacias, seguramente por su habilidad innata para satisfacer todos sus deseos. Una razón suficiente que podría explicar que su influencia sobre el césar llegara a ser incluso mayor que la que había alcanzado su predecesor.

Como Perenne, Cleandro también acumuló riquezas a fuerza de confiscaciones y otros abusos. Con él se instaló en el Imperio el precepto de que el dinero todo lo puede. Llegados a este punto, según Edward Gibbon, “la ejecución de las leyes era venal y arbitraria. Un criminal rico no solo podía conseguir que se revocara una sentencia por la que se le había condenado justamente, sino llegar incluso a infligir el castigo que quisiera al acusador, los testigos y el juez”.

La situación económica de algunas provincias era tan crítica que llegaron a formarse bandas armadas.

Sin embargo, a diferencia de Perenne, Cleandro era más hábil y cauteloso. Para evitar el destino de su predecesor, emprendió, entre otras medidas, una formidable labor constructora de baños y otras instalaciones públicas que distrajeran a la plebe y le ayudasen a granjearse el favor popular. Según Herodiano, además, “alimentaba la esperanza de ganarse al pueblo y al ejército si, después de colocarlos en una situación de penuria, los atraía luego, cuando los viera dominados por el deseo de lo necesario”. La peste y el hambre dieron al traste con todos sus planes.

La Hacienda estaba tan desor­ga­nizada que no se pagaban las rentas de las fundaciones de asistencia. La situación económica de algunas provincias era tan crítica que llegaron a formarse bandas armadas e incluso pequeños ejércitos dispuestos a asaltar villas y ciudades y a batallar contra las legiones romanas. El más célebre de ellos fue el liderado por Materno, un desertor de las legiones de Hispania que, entre 185 y 188, puso en jaque al Imperio. Fue detenido en Italia mientras organizaba un complot para asesinar al emperador.

Un año después, mientras el descontento de unas masas campesinas cada vez más empobrecidas seguía creciendo, un brote de peste hizo mella en el corazón del Imperio. A ello se sumó, además, una carestía generalizada de grano que, a causa de las torpezas de su propio gobierno, Cleandro no sabía cómo solucionar.

Durante su reinado, Cómodo ofreció ostentosos espectáculos al pueblo romano.
Dominio público
).

La subida de los precios aún avivó más el odio popular, que acabaría estallando en el circo en forma de revuelta. Alertado por las consecuencias para su carrera que este levan­tamiento podía suponer, Cleandro organizó a la caballería para que dispersara a la multitud, pero, contra lo esperado, la guardia pretoriana se sumó a la sedición. El pueblo pedía la cabeza de Cleandro. Y Cómodo se la dio, literalmente.

El emperador reposaba ajeno a todo en su villa a las afueras de Roma cuando fue alertado por su concubina favorita, Marcia, de que se avecinaba una guerra civil. Y como el pueblo necesitaba una víctima, él decidió dársela abandonando a su favorito a la ira popular. Llamó a Cleandro, lo hizo matar y, según Herodiano, “clavando la cabeza en una larga lanza la envió al pueblo como agradable y deseado espectáculo”. Poco después nombró sucesor a otro favorito, Eclecto, un liberto de origen egipcio, y volvió a entregarse de nuevo a sus aficiones.

Los cronistas e historiadores de la época se explayan en sus críticas a Cómodo. Y ya no solo por abandonar las riendas del Imperio en manos de favoritos indignos, sino sobre todo por su falta de decoro a la hora de satisfacer sus deseos y apetitos sensuales. Solo se mostraba preocupado por sus entrenamientos como luchador de circo y vivía dedicado a las diversiones más groseras. Si hemos de creer a las fuentes, Cómodo pasaba el tiempo en un harén de trescientas mujeres y otros tantos muchachos de toda condición, y cuando las artes de la seducción no eran eficaces, el amante recurría a la violencia.

Estatua de Marco Aurelio en Roma. Su hijo Cómodo estropeó toda la 
estabilidad conseguida durante su reinado. Jean-Pol GRANDMONT / CC BY-SA-3.0


A diferencia de su padre, y pese a la formación recibida en su infancia y juventud, tampoco sentía el menor interés por las artes y el buen gusto. Por ello, a juicio de Gibbon, “fue el primero de los emperadores romanos totalmente desprovisto de gusto por los placeres del entendimiento”, ya que incluso otros emperadores como Nerón, a los que la historia juzga de locos y déspotas, mostraron sensibilidad por el arte, la música o la poesía. 

De más noble cuna que los emperadores que le precedieron, Cómodo era temido por sus crueldades y ridiculizado por sus excesos y extravagancias. Se identificaba con Hércules, y creyéndose un dios en la tierra, rebautizó a las legiones del Imperio e incluso a su capital, que de Roma pasó a denominarse Colonia Lucia Annia Commodiana. También cambió el calendario, en el que cada uno de los doce meses era una referencia explí­cita a su persona (Lucius, Aelius, Aurelius, Commodus, Augustus, Her­culeus, Romanus, Exsuperatorius, Amazonius, Invictus, Felix y Pius).

Tales extravagancias despertaron la hostilidad de la orden senatorial, que además era víctima de las proscripciones. Pero no solo la del Senado. Sus locuras y su desidia en el poder consiguieron poner de acuerdo en su desprecio al ejército y al pueblo. De forma unánime, aunque cada uno con sus razones. Los generales y soldados le odiaban por haber claudicado en el Danubio y haberles vendido; los senadores, por su despotismo y su implacable caza de brujas; y la plebe, por la escasez de grano y su manera de obrar ante el pueblo. 


El emperador Cómodo en la arena, a la cabeza de los gladiadores.

 Dominio público).


El emperador Cómodo en la arena, a la cabeza de los gladiadores. Dominio público

Siendo como era astuto y receloso, nada de esto se le escapaba. Por mucho que nadie osara llevarle la contraria, dice Gibbon, “entre las aclamaciones de una corte aduladora no podía dejar de percibir que había conseguido el desprecio y el odio de cada uno de los hombres sensatos y virtuosos del Imperio. Su feroz carácter se irritaba con la conciencia de ese odio, con la envidia hacia cualquier clase de mérito, con la razonable conciencia del peligro que corría y la costumbre de matar adquirida a través de sus diversiones cotidianas”.

Estaba tan obsesionado con los combates de gladiadores y tan seguro de su superioridad física que, no contento con presentarse vestido de gladiador ante sus súbditos, Cómodo acabó creyéndose Hércules y se hizo venerar como tal. Sus extravagancias imperiales, que contaban con la desaprobación del Senado e incluso del pueblo (puesto que el de gladiador era considerado por todos un oficio de esclavos), le acabaron pasando factura. Le costarían la vida.

La noche del 31 de diciembre de 192, Cómodo comunicó su intención de desfilar al día siguiente, día de año nuevo, no como un emperador, sino semidesnudo y armado como un gladiador. Además, no saldría desde palacio escoltado por la guardia imperial, como dictaba la costumbre, sino desde la escuela de gladiadores, y acompañado por un grupo de estos. Su decisión causó tal revuelo que algunas personas de su entorno inmediato se atrevieron, en contra de lo habitual, a intentar disuadirle.

Marcia presenciando el estrangulamiento de Cómodo por 
Narciso. Dominio público).

Marcia, su concubina favorita, le suplicó insistentemente que no lo hiciera. En un acto tan solemne, aquello era indigno de un emperador, una burla a las tradiciones romanas. El atrevimiento de Marcia casi le cuesta la vida. Y como hiciera con su hermana o su esposa, Cómodo decidió que, al día siguiente, se desharía de ella y la haría ejecutar junto a dos de sus servidores: Leto y Eclecto.

Sin embargo, enterada por casua­lidad de sus intenciones, Marcia de­cidió adelantarse a su amante y asesinarlo. Así que, con la complicidad de los otros dos condenados, vertió veneno en su copa de vino para neutralizarle. Cómodo cayó adormilado. En ese momento, un forzudo atleta llamado Narciso entró en sus aposentos para rematar la faena y estrangularle.

Su asesinato, que fue celebrado por todos, como demuestra la promulgación de la condena a su memoria (damnatio memoriae), abriría, sin embargo, un período de guerras civiles. Y pondría fin al esplendor del principado antonino, con el que el Imperio había vivido, hasta el gobierno de Cómodo, una de sus épocas más gloriosas. Hacía un siglo que en Roma no se cometía un magnicidio.

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