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Archive for febrero 2021

La ciudad asiática mimada por Roma.

Estado actual de las ruinas de Afrodisias.

 Carole Raddato / CC BY-SA 3.0)


Este lugar, una ciudad más bien de segunda fila, recibió una gran atención por parte del Imperio romano por ser la casa de Afrodita.

Afrodisias nunca fue una ciudad de primera magnitud. Prosperó desde el siglo II a. C., en la Grecia conquistada por los romanos, hasta el VII d. C., bajo el Imperio bizantino. Sin embargo, esta localidad de Caria, en el sudoeste de Asia Menor –hoy la Anatolia turca–, no tuvo gran importancia política ni siquiera durante su mayor esplendor, del siglo I a. C. al II d. C.

Pese a que siempre fue para Roma una población del montón, le rindieron honores Sila, Julio César y varios emperadores. No resulta menos llamativo que, siendo una metrópolis mediana, de 50.000 habitantes como máximo, tuviera un estadio para 30.000 espectadores, un teatro para 8.000 o un auditorio para 2.000. La fama de Afrodisias, además, se extendía de punta a punta del Mediterráneo.

¿Por qué estas contradicciones? ¿Qué hacía tan especial a esta ciudad griega de segundo orden para que los romanos la honraran tanto? La respuesta remite a la noche de los tiempos.

Una diosa mutante

Vestigios hallados en dos montículos evidencian que, a partir de 5800 a. C., allí se congregaban agricultores para venerar a la llamada Gran Diosa o Diosa Madre. Señora de la fecundidad, los campesinos del Neolítico tardío en adelante le rogaban desde hijos sanos y fuertes hasta cosechas abundantes.

Esta divinidad primordial pasó por varias transformaciones. Denominada Ninoe en el I milenio a. C., más tarde fue Ishtar –la diosa mesopotámica de la fertilidad, el sexo, el amor, la vida, la guerra y el poder–, y, hacia el siglo III a. C., su equivalente griego, Afrodita.


Escultura que representa a Afrodita

 Terceros)


También evolucionó el asentamiento nacido a su alrededor. De ser un simple caserío amontonado en torno a un santuario, a lo largo del siglo II a. C. empezó a convertirse en toda una ciudad. Ese progreso no se debió únicamente a una inercia demográfica. No fue fortuito. Tampoco se trató de algo ingenuo.

En esa fecha, la República romana se anexionó Grecia. La diosa volvió a mutar con ello, esta vez a su versión latina. Y Venus, como se sabe, se consideraba algo así como la madre de Roma, al haberlo sido del héroe Eneas. Dicho cordón umbilical mitológico explica la estima que sintieron los romanos por esta sede de su deidad originaria. Afrodisias no era, ni mucho menos, el único lugar de veneración de Afrodita, pero sí uno antiquísimo y, además, emplazado en la patria chica de Eneas.


Restos de la antigua ciudad griega de Afrodisias (actual Turquía)

 Terceros)


Así fue como el dictador Sila, devoto de Venus, ofrendó a la imagen local una corona de oro y un hacha de doble filo. Pero el auténtico encumbramiento de la ciudad se dio una generación después. Según una inscripción hallada en su teatro, César ofrendó a la divinidad una estatua de oro de Eros que, incluso, podría haber entregado en persona. Tanta generosidad se debió a que, como miembro de la altiva gens Julia, este líder romano creía –o al menos decía– ser descendiente de la diosa.

El liberto mecenas

Aparte de su valor religioso y propagandístico, Afrodisias demostró una lealtad inquebrantable a Roma y los Julios. En el año 88 a. C., por ejemplo, se inclinó por la República romana en lugar de por Mitrídates en la guerra librada contra este vecino, el rey del Ponto. Cuatro décadas después, la ciudad rechazó aliarse con los asesinos de César, que entonces la atacaron y saquearon, hasta que fue rescatada por Marco Antonio.

Los herederos de César recompensaron esta fidelidad. En el segundo triunvirato, Octavio y Antonio acordaron fortalecer Afrodisias uniéndola con la vecina Plarasa, garantizando su libertad e incluso dispensándola de pagar impuestos. También concedieron autonomía y derecho de asilo al templo.

La ciudad volvió a apostar por el bando que terminaría venciendo cuando los triunviros lucharon por el poder global. Este acierto se debió a la influencia de un exesclavo de César, Cayo Julio Zoilo, según indican los restos de la localidad.

Emancipado por Octavio, el liberto, natural de Afrodisia, regresó a casa enriquecido y muy amigo de quien iba a ser el primer emperador romano. Amparado por semejante benefactor, Zoilo emprendió en 40 a. C. un imponente programa de obras monumentales.


El estadio de Afrodisias.

 Dpalma01 / CC BY-SA 3.0)


Fomentó para ello el segundo aspecto, después de la diosa, que haría de Afrodisias un centro de peregrinación en la Antigüedad: su escuela de escultura. Sus obras, de factura magistral, vitalistas y muy diversas, codiciadas en la propia Roma, iban a beneficiarse de generaciones sucesivas de artistas prodigiosos y de una cantera próxima con mármol de la mejor calidad, tanto blanco como uno azul grisáceo característico.
Auge y desaparición

Al calor de la divinidad y de tanto arte, la ciudad experimentó un apogeo cultural generalizado. Allí escribieron, por ejemplo, los filósofos peripatéticos Alejandro y Adrasto de Afrodisias, el novelista Caritón, el historiador de la región Apolonio y el tratadista médico Jenócrates. Asimismo, se desarrolló una activa comunidad judía, un indicador del cosmopolitismo y la tolerancia que se respiraban.

Este auge comenzó a declinar en el siglo III, cuando se retiraron las exenciones fiscales. Aunque la ciudad fue brevemente la capital de Caria bajo Diocleciano, sufrió terremotos en el siglo IV que la destruyeron en parte y la hicieron proclive a inundaciones. Se la intentó reconstruir, pero ya en medio de tensiones religiosas.


Tetrapilón de Afrodisias.

 Carlos Delgado / CC BY-SA 3.0)


Vista por los primeros cristianos como un reducto pagano, se le cambió el nombre a Staurópolis (“Ciudad de la Cruz”), el templo de Afrodita se reestructuró como catedral y se destrozaron las esculturas consideradas idolátricas. Nuevos seísmos, en el siglo VII, acabaron de sentenciar la población. Perduró unos siglos más, degradada a villorrio, hasta su abandono en el XIV. Más tarde renació como la actual Geyre turca, pero jamás regresó a su antiguo esplendor.

Todo esto se conoce con tanto detalle gracias al testimonio de las piedras. Las ruinas del templo, del estadio y de unas termas siempre permanecieron a la vista. Así fue como Afrodisias llamó la atención, en el siglo XVIII, del Club de los Diletantes –un grupo de señoritos británicos con ínfulas académicas– y, en el siguiente, del francés Charles Texier, redescubridor de Hattusa, la capital hitita, y del turco Osman Hamdi Bey, cofundador de los Museos de Arqueología y la Academia de Bellas Artes de Estambul.

El legado de Erim

Sin embargo, la exploración científica del yacimiento solo llegó con el siglo XX. A principios del mismo, el ingeniero Paul Gaudin y después el arqueólogo y clasicista André Boulanger emprendieron algunas excavaciones. En 1937, una delegación italiana desenterró parte del llamado pórtico de Tiberio y renovó el interés en el sitio con sus publicaciones. Pero el auténtico redescubridor de Afrodisias fue un científico turco, el arqueólogo Kenan Tevfik Erim.

Avisado por Ara Guler, un fotógrafo célebre en el país otomano, Erim acudió a Geyre a examinar los vestigios. El joven profesor, pasmado por su belleza y abundancia, no tardó en conseguir el apoyo de su alma mater, la Universidad de Nueva York, para estudiar el área sistemáticamente. Dedicaría el resto de su vida a esta tarea desde la campaña inicial, en 1961.


El Sebasteión de Afrodisias.

 Carlos Delgado / CC BY-SA 3.0)



Gracias a su trabajo emergieron de la tierra el Sebasteión de los emperadores Julios, el Tetrapilón y las termas de Adriano, el Buleterión donde se reunía el consejo municipal, un amplio teatro, una basílica, un mercado, numerosas viviendas y, sobre todo, incontables esculturas e inscripciones.

A la muerte de Erim, en 1990, las tres décadas de excavación de los monumentos principales cedieron espacio a la etapa presente, con el acento puesto en la documentación, el análisis, la conservación, la restauración y la divulgación sin dejar de lado el trabajo de campo. La citada institución neoyorquina, representada por Christopher Ratté y luego por Katherine Welch, ha compartido desde entonces la dirección del proyecto con la Universidad de Oxford, personificada en el profesor R. R. R. Smith.

Patrimonio de la Humanidad

Así se han dado a conocer en los últimos años el sepulcro de Zoilo, por ejemplo, o la rica epigrafía afrodisia. También se han realizado descubrimientos y reinterpretaciones de calado. Es el caso de la cuadrícula urbana de la ciudad, revelada gracias a una interesante técnica geofísica, un levantamiento cartográfico del subsuelo efectuado con electricidad entre 1995 y 1998.

En la actualidad, el yacimiento, que incluye desde 1979 un museo abarrotado de esculturas deslumbrantes, sigue deparando sorpresas. Desde nuevas estatuas, como unas sin cabeza halladas en 2012, hasta grafitis antiguos detectados en 2015. Toda esta actividad, incluida la excavación completa del enorme estanque en el centro del pórtico de Tiberio, comenzada en 1980 por Erim, contribuyó a que en el año 2017, el yacimiento arqueológico de Afrodisias fuera reconocido como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.
¿Qué nos hizo románticos?


'El beso', Francesco Hayez, 1859

 Art Images / Getty Images)


Aunque son muchos los rasgos que nos asemejan a los animales, características como la inteligencia y la cultura nos diferencian de ellos. La génesis del ser humano tal como lo conocemos hoy probablemente pueda explicarse por estos rasgos que nos diferencian de nuestros ancestros primates, y que están en la base de comportamientos sociales como el amor y la amistad.

El Homo sapiens lleva habitando la tierra unos cuatrocientos mil años, y han pasado unos cuatro millones desde la aparición del australopiteco, tradicionalmente considerado el primer bípedo. En términos evolutivos (la Tierra tiene 4.500 millones de años), eso apenas sería un segundo. 

La evolución de los homininos (primates con capacidad bípeda) parece, pues, un hecho aislado que se dio en una región africana concreta, y no una tendencia general. Desde que el linaje que condujo hasta los seres humanos se separó del que llevó a los actuales chimpancés, multitud de factores han coincidido para hacer posible nuestra evolución.

Conceptos humanos como el amor o la amistad podrían entrañar la respuesta a muchos enigmas sobre nuestros orígenes.

Lo que nos diferencia

Una forma de llegar a conocer estos factores consiste en examinar en profundidad cuáles son nuestras diferencias con respecto a los chimpancés y el resto de primates. La cultura y la inteligencia son solamente dos de ellas. Otras, de carácter morfológico, no se suelen tener tan en cuenta. En primer lugar, el hombre es bípedo, mientras que el resto de primates son cuadrúpedos (pese a su bipedismo ocasional). Además, el ser humano ha perdido gran parte de su vello corporal y ha modificado su dentición. Los chimpancés poseen colmillos afilados que utilizan en sus luchas intestinas, unas agresiones entre machos mucho más intensas que las humanas.

Pero las divergencias más importantes son de carácter sexual. La hembra humana es receptiva durante gran parte de su ciclo menstrual, a diferencia de los chimpancés. El comportamiento sexual humano tiende a la monogamia, con formación de familias nucleares y cuidado compartido de la prole. En los grupos de chimpancés, las hembras son las únicas a cargo de las crías, sin que estas tengan noción del concepto de paternidad.

El parto humano es otra distinción clave. ¿Cómo pudo un proceso tan sumamente complicado tener tanto éxito evolutivo? En las hembras de chimpancé es relativamente simple, debido a que la cabeza de la cría pasa sin problemas por el espacio que deja la pelvis para permitir la salida del feto. Pero en el caso de las hembras humanas, se requiere habitualmente de asistencia durante el parto.


Recreación escultórica de Australopithecus afarensis en una exposición del
Houston  Museum of Natural Science de 2007, Houston, Texas.

 
Dave Einsel/Getty Images.


Los primeros linajes de australopitecos ya eran bípedos, y algunos estudios recientes confirman que también lo era el Ardipithecus ramidus, una especie fósil de hace cuatro millones y medio de años, posiblemente cercana al último ancestro común entre humanos y chimpancés.

Tradicionalmente se ha explicado el origen de la inteligencia humana aludiendo a que, al aparecer el bipedismo, la liberación de las extremidades anteriores fomentó su uso para tareas manuales, estimulando el raciocinio. Sin embargo, hoy sabemos que nuestra expansión cerebral se produjo mucho más tarde.

La teoría de Lovejoy

Owen Lovejoy, profesor en la Kent State University (Ohio) y reconocido experto en antropología biológica, propone una teoría al respecto. Aunque no está libre de controversia, la suya podría dar respuesta a varios enigmas sobre los orígenes de nuestra especie. Según el antropólogo norteamericano, el bipedismo conllevó una reestructuración del esqueleto que, a su vez, desencadenó toda una serie de sucesos biológicos. Uno de los principales habría sido el estrechamiento del canal del parto.

La evolución optó por una solución crucial: el desarrollo fetal se llevaría a cabo tan solo a medias en el interior de la madre.

En un momento determinado, probablemente en la transición del australopiteco al género Homo, se produjo la confluencia de dos tendencias evolutivas difíciles de conjugar: la reducción del canal del parto y la expansión del cerebro. Un canal cada vez más estrecho complicaba la salida de la cabeza del bebé, que estaba aumentando de tamaño. La evolución optó por una solución peligrosa, aunque crucial: el desarrollo fetal se llevaría a cabo tan solo a medias en el interior de la madre. Así, cuando la cabeza del bebé estaba a punto de adquirir el tamaño máximo que el canal del parto podía asumir, se producía el nacimiento. Más tarde, el bebé seguía desarrollándose.

Esto dio lugar a crías que nacían desvalidas, incapaces de sobrevivir sin intensos cuidados, algo que iba a traer consecuencias. La hembra, cargada con el cuidado de las crías, necesitaba de la colaboración del macho para sobrellevar esta labor. Y la manera de conseguir su implicación, de acuerdo con la teoría de Lovejoy, fue premiándole con sexo.

El profesor de la Kent State University Owen Lovejoy.

 Vía @AnthroKentState)


Un período sexual con receptividad restringida a los días más fecundos suele conllevar que los machos busquen otras hembras durante el resto del tiempo. Lovejoy cree que fue en aquella época cuando la hembra pasó a ser receptiva al sexo durante casi todo su ciclo menstrual.

Además, Lovejoy piensa que la pérdida de vello y la exposición cada vez mayor de la piel, un importante rasgo sexual en cualquier primate, contribuyó a atar más cortos a los machos. El aumento de los senos habría sido otra consecuencia de esta tendencia.

La colaboración de machos y hembras en el sustento de las crías requería, además, de fidelidad, dado que el macho necesitaba estar seguro de la paternidad de los hijos que estaba ayudando a cuidar. Así podría haber surgido el concepto de familia nuclear. Es decir, que una larga serie de factores biológicos habrían conllevado la formación de parejas estables, con una intensa actividad sexual y una dependencia mutua. De ser así, el mecanismo de lo que hoy llamamos “amor” acababa de ponerse en marcha.



Mujer dando a luz en una silla de partos, recogido en el volumen
'Der Rosgarten', de Eucharius Rößlin.

 Dominio público)



Una pequeña ayuda

No obstante, el estrechamiento del canal del parto pudo tener más implicaciones. Durante el alumbramiento, la cabeza del bebé tiene que girar a medio camino para salvar las espinas ilíacas. Tras asomar la cabeza, el resto del cuerpo ha de girar también para hacer pasar los hombros por el conducto. Es posible que un parto tan complejo no pudiera tener éxito evolutivo a menos que las hembras fueran asistidas por otros individuos del grupo durante el proceso. Este podría haber sido el origen de las comadronas.

Según Lovejoy, la necesidad de esta figura reforzó la socialización. La asistencia del parto constituye un comportamiento social complejo, que no solo necesita aprendizaje, sino también cierta capacidad intelectual. Es probable que, de hecho, esta necesidad evolutiva redundase en la tendencia a la expansión cerebral.

No obstante, la complejidad de las interacciones de los homininos antiguos no se habría limitado a eso. Los machos bípedos, encargados de proveer comida a las hembras y a las crías, tenían ahora las manos libres para recolectar y transportar la comida. Se cree que los machos organizaban grupos de recolección o de caza, incrementando así los lazos sociales y, de nuevo, la expansión cerebral.

Rasgos humanos como el amor o la amistad podrían ser consecuencias producidas por el estrechamiento del canal del parto

Estas actividades, que requerían una cierta coordinación, con una gama de señales y símbolos, pudieron dar lugar al habla. La supervivencia de los homininos no solo habría estado supeditada a la buena armonía entre la pareja, sino también al compañerismo entre los miembros del grupo, ya fuese para la búsqueda de alimento o para la asistencia al parto.

Rasgos tan característicamente humanos como el amor, la amistad o incluso la monogamia podrían ser, si Lovejoy está en lo cierto, consecuencias producidas por el estrechamiento del canal del parto. Una teoría arriesgada para explicar los orígenes de lo que hoy somos, aunque tal vez futuros hallazgos paleo arqueológicos y nuevas investigaciones la corroboren.
El Laocoonte


El Laocoonte es una escultura de mármol rosado y blanco de 2,42 m de altura. Terceros)


Desde su hallazgo en Roma a principios del siglo XVI, este conjunto escultórico ha despertado tantas pasiones como polémicas y conjeturas.

Para Plinio era “la mejor de todas las obras, tanto de escultura como de pintura”, y así la describió en su Historia natural del año 77. Pero, durante siglos, esta obra maestra del arte griego solo existió en la imaginación colectiva. No se conservaba ni un fragmento ni una copia.

Todo cambió el 14 de enero de 1506. Estamos en pleno Renacimiento: Roma ha dejado atrás la Edad Media y redescubre su pasado, en especial sus ruinas y sus estatuas. Los nobles pagan fortunas por una obra de arte clásica. También la Iglesia se deja seducir por los encantos del Humanismo.

El papa Julio II supervisa en persona las excavaciones de la Domus Aurea del emperador Nerón. Y de pronto emergen de la tierra tres figuras masculinas, contorsionadas, con los cuerpos aprisionados por serpientes. Se trata, sin duda, del Laocoonte, el magistral grupo escultórico al que se refería el historiador romano.

En la mitología griega, Laocoonte fue un sacerdote troyano consagrado al culto de Apolo, que intuyó el peligro que ocultaba el caballo de Troya y trató de alertar a su pueblo. Según unas versiones, la diosa Atenea le castigó por ello; según otras, Apolo le envió las serpientes asesinas, pues había violado las normas de su sacerdocio al casarse y tener hijos. Ello explicaría por qué los niños compartieron su trágico destino.
Del hallazgo a la pasión

El primero en reconocer el Laocoonte fue el escultor Giuliano da Sangallo, que, como Miguel Ángel, estuvo presente en el hallazgo. Al desenterrar la obra se descubrió que venía firmada por Agesandro, Atenodoro y Polidoro de Rodas, los autores a los que Plinio la atribuía. Todo parecía coincidir con la minuciosa descripción del historiador, aunque, en realidad, existen sutiles diferencias entre lo que Plinio contó y lo que muestra la escultura.


El Laocoonte despertó pasiones desde el principio. Solo once años después de su descubrimiento, el Rey Francisco I de Francia quiso apropiársela como botín de guerra. La astucia de León X, sucesor de Julio II, lo impidió: encargó una copia en secreto y le dio el cambiazo al monarca. También Napoleón, dos siglos después, intentó sin éxito llevársela a París.

¡Emoción!
El fin de la serenidad clásica

Hacia el siglo II a. C. los artistas griegos dejaron de interesarse por la indiferencia majestuosa de los dioses. Poco a poco, las esculturas adquirían movimiento, interés por el detalle y, sobre todo, emociones: todo aquello que caracteriza al ser humano. El grupo del Laocoonte, con su dramatismo, representa una de las cumbres de esta nueva manera de entender el arte.

El sacerdote troyano no está representado con ninguno de los símbolos de su cargo ni de su ciudad. Tanto él como sus hijos están desnudos. Los artistas se interesaron mucho más por sus sentimientos como padre que por el significado religioso de la escena.

El rostro del padre, deformado por el sufrimiento, expresa un dolor no solo físico, sino también moral. Su impotencia ante la muerte inminente de sus hijos se ha convertido en un símbolo universal.

Una de las primeras polémicas que surgieron fue la de su reconstrucción. Las tres figuras emergieron sin brazos, y aunque Miguel Ángel, al parecer, se negó a reproducirlos, otros sí aceptaron el encargo. La recomposición final fue obra de un artista llamado Cornacchini (1686-1760), que se dejó arrastrar por el gusto barroco a la hora de colocar los miembros y acentuó más de lo debido el dramatismo del conjunto.

Esa fue la apariencia del Laocoonte durante tres siglos, y así se reprodujo desde entonces en todas las copias y grabados. En 1905 se localizó uno de los brazos del padre, que llevaba largo tiempo en manos privadas, y hubo que esperar hasta la década de los sesenta para que la moderna arqueología devolviera todos los fragmentos hallados a su verdadera posición original.

Retrato del papa Julio II.

(Terceros)


Dudas y parecidos

Precisar la antigüedad de la obra ha sido una de las principales dificultades a las que se han enfrentado los arqueólogos. Los historiadores del siglo XIX, basándose en unos documentos hallados en Rodas, la dataron en el siglo I a. C., un período del arte griego que, por aquel entonces, se consideraba decadente y muy inferior al clasicismo de la época del gran Fidias (s. V a. C.). Para los críticos del XIX, la composición era excesivamente melodramática. También consideraban pobre y demasiado teatral el hecho de que la escultura estuviese concebida para ser contemplada solo de frente.

Sin embargo, ya por entonces se estaba restaurando otra obra maestra del helenismo: el altar de Pérgamo. Los gigantes del friso de la batalla de los dioses, con sus músculos marcados, sus posturas forzadas y las serpientes con las que combaten, hacen pensar en el Laocoonte. El parecido de uno de los rostros, atormentado por el dolor, es tan asombroso que se llegó a dudar si sería obra del mismo taller. De ser así, el Laocoonte podría ser más antiguo, en concreto del siglo II a. C.


La batalla de los dioses en el altar de Pérgamo.

 (Sailko / CC BY-SA 3.0)


Otro descubrimiento sensacional llegó en 1957. Una gruta en Sperlonga, a medio camino entre Roma y Nápoles, reveló en su interior un fabuloso secreto: una piscina cubierta y centenares de fragmentos escultóricos. Podría tratarse de uno de los lujosos escondites del emperador Tiberio, quien, según los cronistas, estuvo a punto de morir aplastado por un desprendimiento de rocas mientras descansaba en una cueva semejante.

En uno de los pedazos de mármol se encontró la firma de Agesandro, Atenodoro y Polidoro, los autores del Laocoonte. Y las esculturas representan otros episodios del ciclo troyano, tanto de la Odisea como de la Ilíada. Es difícil determinar si el grupo escultórico forma parte de esta serie o si se elaboró por separado. Del mismo modo que se ignora si los artesanos rodios fueron los verdaderos creadores.
Inexactitudes

Pero si algo ha hecho correr ríos de tinta es la descripción de Plinio. El cronista dejó algunos datos que han generado confusión. Escribió que las tres figuras se habían tallado a partir de un único bloque de mármol. No fue así: el Laocoonte que se conserva se esculpió con dos piezas hábilmente fusionadas. El lugar donde se halló tampoco corresponde a lo narrado por Plinio: este contempló la escultura en el palacio de Tito, pero la obra salió a la luz en las termas de Trajano, construidas sobre la Domus Aurea de Nerón.

Diversas circunstancias pudieron hacer que la escultura cambiara de ubicación. Cuando el Imperio adoptó el cristianismo como religión oficial, no era raro que las familias pudientes escondieran sus obras de arte paganas. Y Plinio pudo equivocarse al señalar que los artistas no habían empleado más de un bloque. Unas junturas bien disimuladas pueden engañar fácilmente a los profanos.

Estas inexactitudes han dado pie a numerosas teorías. Una de las más chocantes es la de Lynn Catterson. Esta historiadora neoyorquina apostó en 2005 por que el Laocoonte sería obra de Miguel Ángel.

Sabemos que el artista era capaz de imitar con gran precisión el arte clásico. En 1495 engañó al cardenal Rialto haciendo pasar por antigua una creación suya, un Cupido que incluso llegó a enterrar. Pero aquello fue solo una hábil maniobra publicitaria: tras confesar el engaño, logró que el cardenal, impresionado por su talento, le contratara.

La mayoría de los expertos aprecian muchas diferencias entre el estilo del 'Laocoonte' y el de Miguel Ángel.

Lo cierto es que en su relieve Batalla de los centauros hay una figura semejante al padre; parecido también notable es un esbozo a tinta de un torso masculino. Ambas piezas, anteriores a 1506, el año en que se descubrió el grupo escultórico.

También sabemos que unas semanas después de presenciar el hallazgo, Miguel Ángel escribió a un amigo anunciándole que debía abandonar Roma precipitadamente, “debido a razones de las que no puedo escribir”. Todo ello hace sospechar a Catterson que Miguel Ángel falsificó la escultura.


La batalla de los centauros', de Miguel Ángel.

 sailko / CC BY-SA 3.0)


Pero la comunidad científica no dio por buena esta teoría. La mayoría de los expertos aprecian demasiadas diferencias entre el estilo de la escultura y el del genio renacentista. Y existe otro problema: el rostro sufriente del altar de Pérgamo, que casi con toda seguridad sirvió de modelo al Laocoonte. En el siglo XVI, el altar estaba en Turquía. Miguel Ángel no tuvo ocasión de copiarlo.
La Moral Engañosa de Cómodo..

Busto de Cómodo vestido como Hércules. Dominio público.


Marco Aurelio se empeñó en educarle para el trono, pero su hijo era su antítesis. Solo le atraían las luchas de gladiadores. Así que se convirtió en uno. 

Los gladiadores, un grupo al servicio de los políticos

El único reproche que la historia puede hacer a Marco Aurelio, al que cronistas e historiadores veneran como un emperador digno, sensato y de demostrada grandeza moral, es haber dejado el destino de su imperio en manos de un muchacho de tan solo 19 años: su hijo Cómodo. Un joven ambicioso, aspirante a gladiador, y al que la historia ha juzgado de incapaz y falto de carácter, además de responsable del declive de una de las mejores dinastías que gobernó Roma: la de los antoninos.

Durante casi cien años de gobierno, el principado antonino (96-192) había llevado estabilidad y prospe­ridad al Imperio gracias a la labor de cinco emperadores que accedieron al trono por elección, y no por consanguinidad. Ninguno de ellos tuvo descendencia, por lo que fueron escogiendo a su sucesor (al que nombraban hijo adoptivo) en virtud de sus méritos.

Marco Aurelio rompió con esa tradición y, en palabras del historiador Edward Gibbon, “sacrificó la felicidad de millones de personas por el entusiasmo que sentía hacia un muchacho indigno al escoger un sucesor de su familia, en lugar de buscarlo en la república”. Para el historiador, el error fue tal que incluso “los monstruosos vicios del hijo han ensombrecido la pureza de las virtudes del padre”.

Busto de Marco Aurelio, padre y predecesor de Cómodo.

 Dominio público

Nacido junto con su hermano gemelo Tito Aurelio Fulvo, que murió a los cuatro años, el joven Cómodo fue asociado enseguida al trono por su padre. Sería césar a los cinco años, a los quince fue nombrado Imperator y a los dieciséis se le concedió el consulado, con lo que ya podía participar plenamente del poder imperial, para el que su padre llevaba años preparándolo.

Desde su infancia había sido instruido por los mejores maestros y sabios, a los que Marco Aurelio hizo venir desde todos los rincones con la confianza de que, a través de una buena educación, forjaría la mente y el espíritu del hombre que un día habría de gobernar Roma. Pero no fue así: su naturaleza, y seguramente la influencia de las malas compañías, acabó imponiéndose a la formación.

A diferencia de Marco Aurelio, distinguido por su sobriedad, Cómodo no sentía atracción alguna por la cultura y la filosofía que guiaron las Meditaciones de su padre. Sí en cambio por los excesos y por las diversiones del pueblo. Antes que a las clases, prefería entregarse a placeres y a aficiones como el uso de las armas o el lanzamiento de la jabalina. Prácticas impropias de un futuro emperador que, por el momento, se restringían a las cuatro paredes del hogar imperial.
Una de las primeras decisiones de Cómodo en el trono fue poner fin a la guerra.

Con un pie en el frente

En 180 la muerte sobrevino a Marco Aurelio en el frente del Danubio, adonde se había desplazado para dirigir personalmente la campaña contra el enemigo germano. El emperador quería acabar con las incursiones bárbaras y extender sus dominios hasta el Atlántico. Llevaba tres años de lucha cuando la peste acabó con su vida en Vie­na. Pero, por suerte, el Imperio ya tenía sucesor: el coemperador Cómodo, al que el ejército y el pueblo recibieron con expectación. 

Contra todo pronóstico, pese a que había prometido al ejército continuar con la política expansionista de su padre, una de sus primeras decisiones fue poner fin a la guerra, lo que para muchos significó, literalmente, claudicar. Entre otras concesiones a los bárbaros, Cómodo renunció a las plazas fuertes que su padre había dispuesto en territorio enemigo, puso fin a la expansión fronteriza y estableció subsidios económicos para los pueblos que consintieron firmar la paz.

Su único pensamiento era volver a Roma, entregarse a la vida alegre y disfrutar de los placeres que le deparaba su condición de gobernante: las comilonas, las concubinas y, sobre todo, los espectáculos circenses, por los que sentía auténtica devoción. 

Busto del joven Cómodo. 

 Naughtynimitz / CC-BY-SA-3.0


Quizá por los efectos derivados de la política de Marco Aurelio, sus primeros años de gobierno fueron tranquilos. Pero el carácter del joven emperador, más débil que malvado, se acabaría corrompiendo poco a poco. Según las crónicas de Herodiano, funcionario romano célebre por su Historia de Roma, una obra pintoresca aunque de dudosa objetividad, “algunos miembros de su séquito, que con engaños habían logrado arrimarse a Cómodo, intentaban minar el carácter del joven emperador. Su mesa era frecuentada por parásitos que medían la felicidad por su estómago y por sus vicios más abyectos”.

En cualquier caso, Cómodo, entregado de inmediato a la vida disoluta de Roma y más interesado en dar rienda suelta a sus inclinaciones y al hedonismo que en gobernar, alejó a los consejeros de su padre y se entregó al desenfreno descuidando sus responsabilidades. Su comportamiento empezó a inquietar a los círculos pró­ximos al poder, pero sobre todo al Senado, con el que Marco Aurelio había conseguido mantener un preciado equilibrio. Este se vendría abajo con los excesos del reinado de su hijo. 

Un odio irreconciliable

Una noche de 183, tan solo tres años después de ser proclamado emperador, Cómodo volvía a palacio cuando sufrió un intento de asesinato que casi acaba con su vida. De la penumbra salió un joven que se abalanzó sobre él blandiendo una daga y gritando “¡Toma, de parte del Senado!”. La guardia pudo detenerlo a tiempo. Con él caerían buena parte de los implicados en la trama. Entre ellos, la propia hermana del emperador, Lucila, a quien este desterró al exilio e hizo matar en la isla de Capri.

Lucila, hermana de Cómodo, que fue mandada asesinar por este. 
Lalupa / CC BY-SA-3.0)

El incidente marcó para siempre el carácter desconfiado de Cómodo, que inició su particular cruzada contra todos aquellos senadores, e incluso sus familias, que pudieran ser sospechosos de deslealtad. Según sus biógrafos, su obsesión era tal que la ejecución de un senador importante iba acompañada de la muerte de todos aquellos que podrían lamentar o vengar su destino.

Así que, consciente del peligro que corría, no sólo justificó esas muertes, sino que también perdió toda capacidad de sentir piedad o remordimientos. La ingenuidad y la necedad de los primeros años se tornaron en crueldad, y, a partir de aquel intento de homicidio, los asesinatos se convirtieron en el arma disuasoria preferida por el Emperador para evitar nuevas conspiraciones.

Cómodo se acogió entonces por completo a la protección del jefe de la guardia imperial, Tigidio Perenne. En sus manos no solo dejó su segu­ridad personal, sino también la gran mayoría de los asuntos de Estado, por los que, con solo 21 años, Có­modo sentía poco o nulo interés. Él prefería retirarse a su villa imperial, disfrutar de la mesa y las mujeres y pasar las horas entrenándose como gladiador en el patio de la casa.

Bien acomodado en su villa imperial, Cómodo se encontraba sumido en un confortable letargo.

Perenne, convertido en prefecto del pretorio, brazo ejecutor de las decisiones imperiales, se aprovechó durante tres años de la confianza de su emperador para gobernar a sus anchas. De paso, logró enriquecerse a costa de las expropiaciones de aquellos senadores que simplemente no le caían bien. Borracho de poder, pronto le pudo la ambición y, no satisfecho con haberse adueñado mediante extorsión de todo tipo de bienes y patrimonios, se atrevió a ir más allá: estaba decidido a apoderarse del Imperio.

La denuncia de las tropas, tan descontentas con el emperador como con su hombre de confianza, puso fin a la conspiración. Las legiones de Britania, a las que Perenne había impuesto a su hijo como mando militar, no estaban dispuestas a dejarse manejar por este, por lo que enviaron una delegación de 1.500 hombres a Roma para quejarse y delatar a Perenne.

Por entonces, bien acomodado como estaba en su villa imperial, Cómodo se encontraba sumido en un confortable letargo. Sin embargo, sabedor del riesgo que podía suponer para su trono y su cabeza una sublevación mi­litar, hizo matar a Perenne y a su hijo. Sin pensárselo dos veces.

Anillo sello de oro con retrato de Cómodo, encontrado en Tongeren (Bélgica). Dominio público



Tropezar dos veces 

Por lo visto, la experiencia con Perenne no debió de servir a Cómodo de escarmiento, puesto que de inmediato decidió remplazarle por otro favorito. El puesto de prefecto del pretorio quedaba vacante, y como él no tenía ganas de preocuparse por asuntos estatales cedió el poder a su mayordomo Cleandro.

Cleandro había sido enviado a Roma como esclavo para trabajar en el palacio imperial, donde supo jugar sus cartas con astucia para granjearse la confianza de su emperador. En Cómodo no despertó recelos ni suspicacias, seguramente por su habilidad innata para satisfacer todos sus deseos. Una razón suficiente que podría explicar que su influencia sobre el césar llegara a ser incluso mayor que la que había alcanzado su predecesor.

Como Perenne, Cleandro también acumuló riquezas a fuerza de confiscaciones y otros abusos. Con él se instaló en el Imperio el precepto de que el dinero todo lo puede. Llegados a este punto, según Edward Gibbon, “la ejecución de las leyes era venal y arbitraria. Un criminal rico no solo podía conseguir que se revocara una sentencia por la que se le había condenado justamente, sino llegar incluso a infligir el castigo que quisiera al acusador, los testigos y el juez”.

La situación económica de algunas provincias era tan crítica que llegaron a formarse bandas armadas.

Sin embargo, a diferencia de Perenne, Cleandro era más hábil y cauteloso. Para evitar el destino de su predecesor, emprendió, entre otras medidas, una formidable labor constructora de baños y otras instalaciones públicas que distrajeran a la plebe y le ayudasen a granjearse el favor popular. Según Herodiano, además, “alimentaba la esperanza de ganarse al pueblo y al ejército si, después de colocarlos en una situación de penuria, los atraía luego, cuando los viera dominados por el deseo de lo necesario”. La peste y el hambre dieron al traste con todos sus planes.

La Hacienda estaba tan desor­ga­nizada que no se pagaban las rentas de las fundaciones de asistencia. La situación económica de algunas provincias era tan crítica que llegaron a formarse bandas armadas e incluso pequeños ejércitos dispuestos a asaltar villas y ciudades y a batallar contra las legiones romanas. El más célebre de ellos fue el liderado por Materno, un desertor de las legiones de Hispania que, entre 185 y 188, puso en jaque al Imperio. Fue detenido en Italia mientras organizaba un complot para asesinar al emperador.

Un año después, mientras el descontento de unas masas campesinas cada vez más empobrecidas seguía creciendo, un brote de peste hizo mella en el corazón del Imperio. A ello se sumó, además, una carestía generalizada de grano que, a causa de las torpezas de su propio gobierno, Cleandro no sabía cómo solucionar.

Durante su reinado, Cómodo ofreció ostentosos espectáculos al pueblo romano.
Dominio público
).

La subida de los precios aún avivó más el odio popular, que acabaría estallando en el circo en forma de revuelta. Alertado por las consecuencias para su carrera que este levan­tamiento podía suponer, Cleandro organizó a la caballería para que dispersara a la multitud, pero, contra lo esperado, la guardia pretoriana se sumó a la sedición. El pueblo pedía la cabeza de Cleandro. Y Cómodo se la dio, literalmente.

El emperador reposaba ajeno a todo en su villa a las afueras de Roma cuando fue alertado por su concubina favorita, Marcia, de que se avecinaba una guerra civil. Y como el pueblo necesitaba una víctima, él decidió dársela abandonando a su favorito a la ira popular. Llamó a Cleandro, lo hizo matar y, según Herodiano, “clavando la cabeza en una larga lanza la envió al pueblo como agradable y deseado espectáculo”. Poco después nombró sucesor a otro favorito, Eclecto, un liberto de origen egipcio, y volvió a entregarse de nuevo a sus aficiones.

Los cronistas e historiadores de la época se explayan en sus críticas a Cómodo. Y ya no solo por abandonar las riendas del Imperio en manos de favoritos indignos, sino sobre todo por su falta de decoro a la hora de satisfacer sus deseos y apetitos sensuales. Solo se mostraba preocupado por sus entrenamientos como luchador de circo y vivía dedicado a las diversiones más groseras. Si hemos de creer a las fuentes, Cómodo pasaba el tiempo en un harén de trescientas mujeres y otros tantos muchachos de toda condición, y cuando las artes de la seducción no eran eficaces, el amante recurría a la violencia.

Estatua de Marco Aurelio en Roma. Su hijo Cómodo estropeó toda la 
estabilidad conseguida durante su reinado. Jean-Pol GRANDMONT / CC BY-SA-3.0


A diferencia de su padre, y pese a la formación recibida en su infancia y juventud, tampoco sentía el menor interés por las artes y el buen gusto. Por ello, a juicio de Gibbon, “fue el primero de los emperadores romanos totalmente desprovisto de gusto por los placeres del entendimiento”, ya que incluso otros emperadores como Nerón, a los que la historia juzga de locos y déspotas, mostraron sensibilidad por el arte, la música o la poesía. 

De más noble cuna que los emperadores que le precedieron, Cómodo era temido por sus crueldades y ridiculizado por sus excesos y extravagancias. Se identificaba con Hércules, y creyéndose un dios en la tierra, rebautizó a las legiones del Imperio e incluso a su capital, que de Roma pasó a denominarse Colonia Lucia Annia Commodiana. También cambió el calendario, en el que cada uno de los doce meses era una referencia explí­cita a su persona (Lucius, Aelius, Aurelius, Commodus, Augustus, Her­culeus, Romanus, Exsuperatorius, Amazonius, Invictus, Felix y Pius).

Tales extravagancias despertaron la hostilidad de la orden senatorial, que además era víctima de las proscripciones. Pero no solo la del Senado. Sus locuras y su desidia en el poder consiguieron poner de acuerdo en su desprecio al ejército y al pueblo. De forma unánime, aunque cada uno con sus razones. Los generales y soldados le odiaban por haber claudicado en el Danubio y haberles vendido; los senadores, por su despotismo y su implacable caza de brujas; y la plebe, por la escasez de grano y su manera de obrar ante el pueblo. 


El emperador Cómodo en la arena, a la cabeza de los gladiadores.

 Dominio público).


El emperador Cómodo en la arena, a la cabeza de los gladiadores. Dominio público

Siendo como era astuto y receloso, nada de esto se le escapaba. Por mucho que nadie osara llevarle la contraria, dice Gibbon, “entre las aclamaciones de una corte aduladora no podía dejar de percibir que había conseguido el desprecio y el odio de cada uno de los hombres sensatos y virtuosos del Imperio. Su feroz carácter se irritaba con la conciencia de ese odio, con la envidia hacia cualquier clase de mérito, con la razonable conciencia del peligro que corría y la costumbre de matar adquirida a través de sus diversiones cotidianas”.

Estaba tan obsesionado con los combates de gladiadores y tan seguro de su superioridad física que, no contento con presentarse vestido de gladiador ante sus súbditos, Cómodo acabó creyéndose Hércules y se hizo venerar como tal. Sus extravagancias imperiales, que contaban con la desaprobación del Senado e incluso del pueblo (puesto que el de gladiador era considerado por todos un oficio de esclavos), le acabaron pasando factura. Le costarían la vida.

La noche del 31 de diciembre de 192, Cómodo comunicó su intención de desfilar al día siguiente, día de año nuevo, no como un emperador, sino semidesnudo y armado como un gladiador. Además, no saldría desde palacio escoltado por la guardia imperial, como dictaba la costumbre, sino desde la escuela de gladiadores, y acompañado por un grupo de estos. Su decisión causó tal revuelo que algunas personas de su entorno inmediato se atrevieron, en contra de lo habitual, a intentar disuadirle.

Marcia presenciando el estrangulamiento de Cómodo por 
Narciso. Dominio público).

Marcia, su concubina favorita, le suplicó insistentemente que no lo hiciera. En un acto tan solemne, aquello era indigno de un emperador, una burla a las tradiciones romanas. El atrevimiento de Marcia casi le cuesta la vida. Y como hiciera con su hermana o su esposa, Cómodo decidió que, al día siguiente, se desharía de ella y la haría ejecutar junto a dos de sus servidores: Leto y Eclecto.

Sin embargo, enterada por casua­lidad de sus intenciones, Marcia de­cidió adelantarse a su amante y asesinarlo. Así que, con la complicidad de los otros dos condenados, vertió veneno en su copa de vino para neutralizarle. Cómodo cayó adormilado. En ese momento, un forzudo atleta llamado Narciso entró en sus aposentos para rematar la faena y estrangularle.

Su asesinato, que fue celebrado por todos, como demuestra la promulgación de la condena a su memoria (damnatio memoriae), abriría, sin embargo, un período de guerras civiles. Y pondría fin al esplendor del principado antonino, con el que el Imperio había vivido, hasta el gobierno de Cómodo, una de sus épocas más gloriosas. Hacía un siglo que en Roma no se cometía un magnicidio.
 ¿Quién fue Cómodo


Fue emperador de Roma entre los años 177 y 192. Los tres primeros años gobernó junto a su padre Marco Aurelio y desde el año 180 se hizo cargo per se del gobierno. Con el terminaría la dinastía Antonina que se caracterizó por ser la primera en la cual el gobernante elige a su propio sucesor.

El único reproche que la historia puede hacer a Marco Aurelio, al que cronistas e historiadores veneran como un emperador digno, sensato y de demostrada grandeza moral, es haber dejado el destino de su imperio en manos de un muchacho de tan solo 19 años: su hijo Cómodo. Un joven ambicioso, aspirante a gladiador, y al que la historia ha juzgado de incapaz y falto de carácter, además de responsable del declive de una de las mejores dinastías que gobernó Roma: la de los antoninos.

Emperador romano, hijo de Marco Aurelio que pasa a la historia por haber sido el peor gobernante de Roma. 

Pasó a la historia no por sus logros o aportes sino más bien lo hizo por su perfil de déspota y por la consideración de haber sido uno de los perores gobernantes que tuvo el Imperio Romano.

Su decadencia empieza cuando fallece su padre quien lo había sabido proteger; a partir de ese entonces cambia rotundamente su carácter y pasa a creerse único, incluso esa manera de ser es la que lo llevará a la muerte por estrangulamiento.

Fue tal el clima adverso que generó en el Imperio que no pudo tener más que otro final, trágico y abrupto en el año 192.


Orígenes y preparación para el trono. 

Cómodo nació como Lucio Aurelio Cómodo Antonino, el 31 de agosto del año 161, en Lanuvium, una localidad cercana a la ciudad de Roma. Cuando nació, su padre, Marco Aurelio, era el emperador en ejercicio con lo cual se convirtió de inmediato en su heredero natural. En el año 166 le concederían el título de César como a todos los herederos. Su madre fue Faustina la menor.

Por la temprana muerte de los hermanos de Cómodo, Marco Aurelio, decidió cuidarlo sobremanera y además proveerlo de una educación intelectual por sobre la formación militar, que era una costumbre en la época.

En el 172 se le otorga el título militar de Germanicus por lo cual se supone que tuvo activa participación en las Guerras Marcomanas y en el año 175 ingresó al Colegio de los Pontífices que marcaría su ingreso formal a la política.

Dos años después, en el año 177, tomaría las riendas del gobierno y compartiría decisiones con su padre.

A partir del año 180 y por el lapso de doce años asumirá en solitario la responsabilidad del gobierno. Su reinado se destacó por no presentar contiendas bélicas de envergadura, como sí ocurrió durante el gobierno de su padre, en tanto, los conflictos se trasladaron a la política interna que fue muy problemática.

Cabe destacarse que su juventud, empezó a reinar con tan solo 19 años de edad, contribuyó al desencadenamiento de más problemas interiores, tal es el caso de una serie de conspiraciones cercanas que tuvo que padecer.

Endiosamiento de su figura que lo lleva a la caída y a la muerte.


Otra cuestión insoslayable de su reinado es el endiosamiento que le imprimió a su imagen, levantando estatuas suyas por todo el imperio y el abrupto cambio de carácter que experimentó tras la muerte de su padre y que lo tornaron en un individuo que se creía dios. Sin dudas, esta situación lo llevaría a alejarse de la realidad y de las necesidades del pueblo que terminarían por atentar contra la estabilidad y prosperidad.

Algunas historias sobre su tiempo como emperador dicen que gustaba de luchar con gladiadores desarmados a los cuales asesinaba, y que incluso hasta gustaba de matar a los discapacitados que abundaban en las calles de Roma.

También tenía una inclinación asesina para con los animales, le gustaba torturar a sus esclavos y era un afecto organizador de orgías.

Un personaje ciertamente deleznable y peligroso que obviamente generaría grandes odios y conspiradores en su contra.

Desencadena una tremenda crisis en el imperio.


Su gobierno terminó con una época del imperio que había sido muy prospera en todo sentido y lo terminó sumiendo en una grave crisis que llevó años de restablecer a la normalidad.

Su fallecimiento, el 31 de diciembre del año 192 agudizó la crisis del imperio y se inició una época de guerras civiles que se conoce popularmente como Año de los cinco emperadores. Una vez que el conflicto finalizó Septimio Severo se convertiría en el nuevo emperador, instaurando la Dinastía.

Ese día muere estrangulado, a la joven edad de 31 años, por un esclavo liberado, luego que el veneno que le habían suministrado no había surtido el efecto pretendido por parte de Marcia quien era su concubina y estaba confabulada para matarlo.

Estuvo casado con Brutia Crispina una mujer perteneciente a la nobleza romana, hija de un cónsul. Su padre justamente y el padre de Cómodo acordaron el matrimonio entre ambos jóvenes tal era costumbre.
La pareja jamás fue feliz, incluso, Cómodo, no podía soportarla.

Terminó siendo acusada de traición y adulterio por un presunto embarazo y se la condenó al exilio en la Isla de Capri para finalmente ser asesinada.

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