A modo de Introducción
Mucha gente asiste a la iglesia el Domingo de Resurrección como primera o segunda vez en el año (también asisten en la Navidad). Al parecer, existe algo positivo, algo estimulante y de ayuda en esta fecha. Está el énfasis de la resurrección de Cristo y la esperanza para todos los hombres, aunque para los no creyentes, esta esperanza no tiene fundamento.
La crucifixión de Cristo comenzó como una celebración festiva, como una victoria sobre Sus opositores y una derrota asombrosa por Cristo. Pero a medida que los eventos que condujeron a la muerte de nuestro Señor se manifestaron, todo cambió. La muchedumbre se atemorizó con lo que vieron y quedó estremecida:
“Y toda la multitud de los que estaban presentes en este espectáculo, viendo lo que había acontecido, se volvían golpeándose el pecho” (Lucas 23:48).
Después que nuestro Señor se levantó de los muertos y ascendió al Padre, los discípulos comenzaron a proclamarle como el Mesías prometido y como el Señor resucitado (ver Hechos 2:22-36; 3:11-26). Esto provocó una gran consternación en aquellos que creyeron que lo habían silenciado para siempre (ver Hechos 4:1-2).
Para el cristiano, la resurrección de nuestro Señor de la tumba, es una verdad que consuela y que también debería inspirar reverencia y asombro, pues la resurrección de Cristo de los muertos, es una prueba de Su santidad. Pero esta misma resurrección debería infundir una clase de temor diferente en los corazones de quienes lo han rechazado, pues cuando Él regrese a la tierra, derrotará a Sus enemigos. Si ellos verdaderamente comprendieran todo lo que la resurrección implica, ésta no debería consolar a los no creyentes. Sin embargo, puede motivarlos a arrepentirse y a dirigirse a Él para recibir el perdón de los pecados y la vida eterna, así como lo fue para miles en el día de Pentecostés (ver Hechos 2:37-42).
De la misma manera como estudiamos la santidad de Dios y del Hijo de Dios (sin olvidarnos del Espíritu Santo de Dios), consideremos la respuesta que esta verdad produce en nuestras vidas en la medida que busquemos adorarle y servirle.
La Importancia de la Santidad de Dios
En la medida que nos acercamos al tema de la santidad de Dios, recordemos la importancia de este atributo divino. R.C. Sproul hace esta observación basándose en Isaías 6:
“La Biblia dice que Dios es santo, santo, santo No dice que Dios es simplemente santo, ni siquiera santo, santo. Él es santo, santo, santo. La Biblia nunca dice que Dios es amor, amor, amor o misericordia, misericordia, misericordia o ira, ira, ira o justicia, justicia, justicia. Dice que Él es santo, santo, santo y que toda la tierra esta llena de Su gloria”.
DEFINICIÓN DE LA SANTIDAD
El término ‘santo’, con frecuencia se comprende más bien en su uso contemporáneo más que en el verdadero significado, según las Escrituras. Por esta razón, nuestro estudio debe comenzar con la revisión de varias dimensiones de la definición de santidad:
(1) Ser santo es ser distinto, separado en la categoría de uno mismo. Como lo expresa Sproul:
“El primer significado de santo es ‘separado’. Viene de la antigua palabra cuyo significado era: ‘cortar’, o ‘separar’. Tal vez la frase ‘cortar sobre algo’, sería más precisa. Cuando encontramos una prenda de vestir u otra mercadería que es superior, que tiene una excelencia superior, usamos la expresión que este articulo ‘está cortado sobre el resto’”.
Esto significa que quien es santo, es santo en sí mismo, sin rivales o competencia.
“Cuando la Biblia dice que Dios es santo, básicamente significa que Dios está trascendentalmente separado. Está tan por encima y tan lejos de nosotros, que pareciera que fuera totalmente extraño para nosotros. Ser santo es ser ‘otro’, ser diferente de una forma especial. Este mismo significado básico se usa cuando la palabra santo se aplica a las cosas terrenales”.
“No hay santo como Jehová; porque no hay ninguno fuera de ti, y no hay refugio como el Dios nuestro” (1 Samuel 2:2).
“Oh Señor, ninguno hay como tú entre los dioses, ni obras que igualen tus obras. Todas las naciones que hiciste vendrán y adorarán delante de ti, Señor, y glorificarán tu nombre” (Salmo 86:8-10; ver también Salmo 99:1-3; Isaías 40:25; 57:15).
(2) Ser santo es ser moralmente puro:
“Cuando las cosas son hechas santas, cuando son consagradas, se apartan en pureza. Son para ser usadas de una forma pura. Deben reflejar tanto pureza como el hecho de estar apartadas. La pureza no se excluye de la idea de lo santo; esta contenida en ello. Pero lo que debemos recordar es la idea que lo santo nunca es sobrepasado por la idea de la pureza. Incluye la pureza; pero es mucho más que eso. Es pureza y trascendencia. Es una pureza trascendental”.
“¿Quién subirá al monte de Jehová? ¿Y quién estará en su lugar santo? El limpio de manos y puro de corazón; el que no ha elevado su alma a cosas vanas, ni jurado con engaño. Él recibirá bendición de Jehová, y justicia del Dios de salvación” (Salmo 24:3-5.
“Y el uno al otro daba voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria. Y los quiciales de las puertas se estremecieron con la voz del que clamaba, y la casa se llenó de humo. Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Isaías 6:3-5).
“Muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio [con indulgencia]” (Habacuc 1:13a).
(3) Para Dios, ser santo es serlo en relación con cada uno de los aspectos de su naturaleza y carácter:
“Cuando usamos la palabra santo para describir a Dios, nos enfrentamos con otro problema. A menudo describimos a Dios, con una lista de cualidades o características a las que llamamos atributos. Decimos que Dios es espíritu, que Él lo sabe todo, que Él es amor, justo, misericordioso, que tiene gracia, etc. Tenemos la tendencia de agregar la santidad a esta larga lista de atributos, como uno más entre muchos. Pero cuando la palabra santo es aplicada a Dios, no significa un solo atributo. Por el contrario, Dios es llamado santo en un sentido general. La palabra es usada como un sinónimo de Su deidad. Es decir, la palabra deidad va dirigida a todo lo que es Dios. Nos recuerda que Su amor es santo, que Su justicia es una justicia santa, que Su misericordia es una misericordia santa, que Su conocimiento es un conocimiento santo, que Su espíritu es un espíritu santo”.
¿CUÁN IMPORTANTE ES LA SANTIDAD?
La santidad de Dios no es solamente un tema teológico apropiado para estudiosos con interés y vigor para conseguir comprenderla. En realidad, la santidad de Dios es un tema de gran importancia para todas las almas vivientes. El cristiano debiera preocuparse en forma especial de la santidad de Dios. Muchos incidentes en el Nuevo Testamento, acentúan la importancia de la santidad, a los creyentes. Estos ejemplos son sólo algunos de los tantos que aparecen en las Escrituras, relacionados con la santidad de Dios y su impacto sobre los santos.
MOISÉS Y LA SANTIDAD DE DIOS
(NÚMEROS 20:1-13; 27:12-14)
“Llegaron los hijos de Israel, toda la congregación, al desierto de Zin, en el mes primero, y acampó el pueblo en Cades; y allí murió María, y allí fue sepultada. Y porque no había agua para la congregación, se juntaron contra Moisés y Aarón. Y habló el pueblo contra Moisés, diciendo: ¡Ojalá hubiéramos muerto cuando perecieron nuestros hermanos delante de Jehová! ¿Por qué hiciste venir la congregación de Jehová a este desierto, para que muramos aquí nosotros y nuestras bestias? ¿Y por qué nos has hecho subir de Egipto, para traernos a este mal lugar? No es lugar de sementera, de higueras, de viñas ni de granadas; ni aún de agua para beber. Y se fueron Moisés y Aarón de delante de la congregación a la puerta del tabernáculo de reunión, y se postraron sobre sus rostros; y la gloria de Jehová apareció sobre ellos. Y habló Jehová a Moisés, diciendo: Toma la vara, y reúne la congregación, tú y Aarón tu hermano, y hablad a la peña a vista de ellos; y ella dará su agua, y les sacarás aguas de la peña, y darás de beber a la congregación y a sus bestias. Entonces Moisés tomó la vara de delante de Jehová, como él le mandó. Y reunieron Moisés y Aarón a la congregación delante de la peña, y les dijo: ¡Oíd ahora, rebeldes! ¿Os hemos de hacer salir aguas de esta peña? Entonces alzó Moisés su mano y golpeó la peña con su vara dos veces; y salieron muchas aguas, y bebió la congregación, y sus bestias. Y Jehová dijo a Moisés y a Aarón: por cuanto no creísteis en mí, para santificarme delante de los hijos de Israel, por tanto, no meteréis esta congregación en la tierra que les he dado. Estas son las aguas de la rencilla, por las cuales contendieron los hijos de Israel con Jehová, y él se santificó en ellos” (Números 20:1-13).
“Jehová dijo a Moisés: Sube a este monte Abarim, y verás la tierra que he dado a los hijos de Israel. Y después que la hayas visto, tú también serás reunido a tu pueblo, como fue reunido tu hermano Aarón. Pues fuisteis rebeldes a mi mandato en el desierto de Zin, en la rencilla de la congregación, no santificándome en las aguas a ojos de ellos. Estas son las aguas de la rencilla de Cades en el desierto de Zin” (Números 27”12-14).
Moisés tenía una buena razón para estar enojado con los israelitas. Eran en realidad “un pueblo duro de cerviz”, tal como Dios mismo lo dijo (ver Éxodo 33:5). Los israelitas llegaron a Cades, un lugar cuyo nombre significa ‘santo’. Allí, María murió y fue sepultada. En Cades no había agua para que el pueblo bebiera. El pueblo se comportaba de manera hostil y una multitud contendió con Moisés y con Aarón, deseando estar muertos, o incluso mejor, que lo estuvieran Moisés y Aarón. Protestaron que no habían sido ‘conducidos’ por Moisés, sino que ‘mal llevados’ por él a una tierra muy distinta a la que se les había prometido. Y el hecho que allí no hubiera agua, era lo último que les podía suceder.
Moisés y Aarón se dirigieron a la puerta del tabernáculo de reunión y allí la gloria de Jehová se les apareció. Entonces Dios le ordenó a Moisés que tomara su vara y le hablara a la roca, de la cual manaría agua para el pueblo. Moisés estaba furioso con ellos mientras los reunía delante de la roca. Más tarde, Pablo identificaría “la roca espiritual”, con Cristo (1ª Corintios 10:4). En lugar de hablarle tan sólo a la roca, como se le había ordenado, en su ira, Moisés la golpeó dos veces. Las consecuencias fueron realmente graves.
¿Quién no ha perdido su temperamento y hecho cosas peores que golpear dos veces una roca con una vara? Pero esta acción fue tan seria a los ojos de Dios, que le prohibió a Moisés entrar a la tierra prometida. Moisés nunca vio la tierra a de la que ya estaba tan cerca. ¿Por qué? Dios le dijo y lo registró para nosotros: “por cuanto no creísteis en mí, para santificarme delante de los hijos de Israel…” (Números 20:12). Y al tratar Dios severamente a Moisés por su transgresión, se dice que Dios “se santificó a sí mismo” (versículo 13).
En un momento de ira, Moisés pecó y por ese pecado se le negó la entrada a la tierra prometida. La causa, haber golpeado la roca. Pero fue mucho más que eso. Golpear la roca fue un acto de desobediencia, no siguió las instrucciones de Dios. Aún más, Dios lo consideró como un acto de incredulidad.
“Por cuanto no creísteis en mí, para santificarme delante de los hijos de Israel, por tanto, no meteréis esta congregación en la tierra que les he dado” (versículo 12).
Siempre pensé que el pecado de Moisés había sido simplemente golpear la roca, que de alguna manera, como la zarza ardiente de años anteriores (ver Éxodo 3), era una manifestación de la presencia de Dios. La raíz del pecado fue la irreverencia y ésta la causa de la desobediencia de Moisés
26_ftn6 por haber golpeado la roca. La ira de Moisés con el pueblo, sobrepasó su temor de Dios. El temor de Dios debió haber superado su ira con los israelitas. Dios consideró la irreverencia de Moisés, como algo muy grave.
UZA Y LA SANTIDAD DE DIOS
(2 SAMUEL 6:1-11)
“David volvió a reunir a todos los escogidos de Israel, treinta mil. Y se levantó David y partió de Baala de Judá con todo el pueblo que tenía consigo, para hacer pasar de allí el arca de Dios, sobre la cual era invocado el nombre de Jehová de los ejércitos, que mora entre los querubines. Pusieron el arca de Dios sobre un carro nuevo, y la llevaron de la casa de Abinadab, que estaba en el collado; y Uza y Ahío, hijos de Abinadab, guiaban el carro nuevo. Y cuando lo llevaban de la casa de Abinadab, que estaba en el collado, con el arca de Dios, Ahío iba delante del arca. Y David y toda la casa de Israel danzaban delante de Jehová con toda clase de instrumentos de madera de haya; con arpas, salterios, panderos, flautas y címbalos. Cuando llegaron a la era de Nacón, Uza extendió su mano al arca de Dios, y la sostuvo; porque los bueyes tropezaban. Y el furor de Jehová se encendió contra Uza, y lo hirió allí Dios por aquella temeridad, y cayo allí muerto junto al arca de Dios. Y se entristeció David por haber herido Jehová a Uza, y fue llamado aquel lugar Perez-uza, hasta hoy. Y temiendo David a Jehová aquel día dijo: ¿Cómo ha de venir a mí el arca de Jehová? De modo que David no quiso traer para sí el arca de Jehová a la ciudad de David; y la hizo llevar David a casa de Obe-edom geteo. Y estuvo el arca de Jehová en casa de Obed-edom geteo tres meses; y bendijo Jehová a Obed-edom y a toda su casa” (2 Samuel 6:1-11).
Los filisteos habían capturado el arca de Dios y pensaron dejárselo como trofeo de guerra. Pronto se les hizo evidente que el arca era la fuente de muchos sufrimientos para ellos. La hicieron circular y finalmente, decidieron deshacerse del ella devolviéndola a Israel. La transportaron de la forma en que los sacerdotes y adivinos filisteos lo recomendaron. Pusieron sobre ella una ofrenda de oro de expiación por sus faltas y la colocaron en un carro nuevo tirado por dos vacas recién separadas de sus terneros (ver 1 Samuel 6).
Si los filisteos no pudieron estar en la presencia del Dios Santo de Israel, tampoco lo podía hacer el pueblo de Bet-semes, donde llegó el arca:
“Entonces Dios hizo morir a los hombres de Bet-semes, porque habían mirado dentro del arca de Jehová; hizo morir del pueblo a cincuenta mil setenta hombres. Y lloró el pueblo, porque Jehová lo había herido con tan grande mortandad. Y dijeron los de Bet-semes: ¿Quién podrá estar delante de Jehová el Dios santo? ¿A quién subirá desde nosotros? Y enviaron mensajeros a los habitantes de Quiriat-jearim, diciendo: Los filisteos han devuelto el arca de Jehová; descended, pues, y llevadla a vosotros” (1 Samuel 6:19-21).
Los hombres de Quiriat-jearim vinieron y tomaron el arca de Jehová y la condujeron a la casa de Abinadab y consagraron a su hijo Eleazar para que la cuidara, donde permaneció durante 20 años (1 Samuel 7:1-2). Finalmente, David, acompañado por 30.000 israelitas fueron a Quiriat-jearim para llevar el arca a Jerusalén.
El arca era el símbolo de la presencia de Dios, un objeto muy santo (ver 2 Samuel 6:2), que debía estar escondida en el lugar más santo del tabernáculo, el “el lugar santísimo”. De acuerdo a las instrucciones de Dios, debía ser transportada por los hijos de Coat, quienes la llevaron sosteniéndola sobre varas insertados en anillos (ver Éxodo 25:10-22; Números 4:1-20). Nadie debía mirar dentro del arca, o morirían.
El día en que el arca fue transportada a Jerusalén, fue de gran gozo y alegría. Pero habían olvidado cuán santa era el arca, porque era el lugar donde habitaba la presencia de Dios. En lugar de transportar el arca de acuerdo a lo que la ley instruía, ésta fue ubicada en un carro nuevo tirado por bueyes. Era una procesión llena de júbilo. Qué momento tan feliz. Pero cuando los bueyes tropezaron y parecía que el carro se daría vuelta, Uza se acercó para afirmarla. En forma instantánea, fue muerto por Dios.
La primera respuesta de David fue frustración e ira en contra de Dios. ¿Por qué Dios había sido tan severo con Uza? Al parecer, David había olvidado las instrucciones dadas por Dios en la Ley con respecto a cómo debía transportarse el arca. También parece que olvidó cuántos más habían muerto previamente al no haber demostrado la reverencia necesaria en la presencia de Dios. Él había arruinado la celebración y David se disgustó. Sólo después de haber reflexionado, David consideró la gravedad del error. Y con relación a Uza, Dios le hizo morir debido a su irreverencia (2 Samuel 6:7).
La irreverencia es una enfermedad peligrosa. Incluso cuando nuestros motivos son sinceros y nos vemos activamente involucrados en la adoración a Dios, debemos recordar constantemente Su santidad y ser reverentes hacia Él, lo que se manifiesta por medio de la obediencia a Sus instrucciones y mandamientos.
ISAÍAS Y LA SANTIDAD DE DIOS
(ISAÍAS 6:1-10)
“En el año que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo. Por encima de él había serafines; cada uno tenía seis alas; con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies, y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria. Y los quiciales de las puertas se estremecieron con la voz del que clamaba, y la casa se llenó de humo. Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejecitos. Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas; y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpió tu pecado. Después oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré, y quién ira por nosotros? Entonces respondí yo: Heme aquí, envíame a mí. Y dijo: Anda, y di a este pueblo: Oíd bien, y no entendáis; ved por cierto, mas no comprendáis. Engruesa el corazón de este pueblo, y agrava sus oídos, y ciega sus ojos, para que no vea con sus ojos ni oiga con sus oídos, ni su corazón entienda, ni se convierta, y haya para él sanidad” (Isaías 6:1-10).
Pareciera ser que la muerte de Uzias marcó el fin de una era, una era dorada para Judá. Los ‘buenos tiempos’, se acabaron y estaban por iniciarse los ‘tiempos difíciles’, como lo indican los versículos 9 y 10. El ministerio de Isaías se inicia desde el punto de vista humano, en la peor época posible. Su ministerio no sería considerado exitoso (como lo fueron muchos de los demás profetas de la antigüedad). Se vio envuelto en esto, con una recepción fría. Él y su mensaje serían rechazados. ¿Qué necesitó Isaías para tener una perspectiva apropiada y resistencia para perseverar en tan duros momentos? La respuesta: una visión de la santidad de Dios.
Esto es precisamente lo que Dios le dio a Isaías —una revelación dramática de Su santidad. Él vio al Señor sentado en Su trono, en lo alto mientras era exaltado. Los ángeles que estaban bajo Él, eran magníficos y hablaban los unos con los otros, diciendo: “Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra esta llena de su gloria” (versículo 3). La tierra tembló y el templo fue lleno de humo. Fue una visión dramática de Dios y de Su santidad, tal como desearíamos verla.
La respuesta de Isaías, está lejos de lo que oímos en nuestros días de muchos que dicen enseñar la verdad bíblica. No se dejó impresionar por lo que él ‘significaba’. Su ‘autoestima’ no fue realzada. Sucedió todo lo contrario. La visión de la santidad de Dios, le hizo ver su pecado al máximo y lamentarse de ello. Si Dios era santo, Isaías tomó plena conciencia que él no lo era. Isaías confesó su propia impiedad y la de su pueblo.
Lo más importante es que Isaías ve su maldad (y la de su pueblo), evidenciada en sus ‘labios’. Isaías confesó que era un hombre “de labios impuros” y que vivía entre un pueblo con el mismo mal. ¿Cómo fue capaz Isaías de estar tan conciente de su pecado incluso en su forma de hablar? Otros textos de las Escrituras dicen mucho acerca de la lengua y de la forma en que el pecado se hace evidente en nuestro hablar (ver, por ejemplo, muchos Proverbios, también Mateo 12:32-37; Romanos 3:10-14; Santiago 30:1-12).
Observen que la maldad que Isaías reconoció estaba en sus labios y hacia ellos fue dirigida la curación. Uno de los serafines tocó la boca de Isaías con un carbón encendido, limpiando simbólicamente su boca y a él mismo. ¿Qué intenta Dios para cumplir con la vida de Isaías en esta visión? Creo que Dios quería que la visión de Su santidad, tuviera un gran impacto en lo que Isaías diría y en cómo lo diría.
Creo que el mensaje y el significado de Isaías 6, es mucho más fácil de comprender a la luz de las enseñanzas de Pablo en 1ª Corintios 1-3 y 2ª Corintios 2-6. Al parecer, Pablo fue acusado de haber sido torpe al hablar, mientras que otros (especialmente los falso apóstoles que buscaban seguidores entre los corintios —ver 2ª Corintios 11:12-33), fascinaban a la gente empleando técnicas persuasivas y entretenidas. Pero la intención de Pablo era complacer a Dios y no a los hombres (2ª Corintios 2:15-16; 4:1-2). Prefirió hablar la verdad en los términos más simples y claros, de manera que los hombres de convencieran y convirtieran en forma natural, más que persuadirlos con la inteligencia humana (1ª Corintios 2:1-5.
Al comienzo de la revelación dada al apóstol Juan (registrado como el Libro de Apocalipsis), él vio una visión del Señor exaltado y santo. Esta visión precedió el mandato de registrar lo que había visto:
“Escribe las cosas que has visto, y las que son, y las que han de ser después de estas” (Apocalipsis 1:19).
No nos ha de extrañar que al final de este último libro de la Biblia, encontremos estas palabras recalcando la importancia de perseverar en este registro, tal como había sido revelado:
“Yo testifico a todo aquel que oye las palabras de la profecía de este libro: Si alguno añadiere a estas cosas, Dios traerá sobre él las plagas que están escritas en este libro. Y si alguno quitare de las palabras del libro de esta profecía, Dios quitará su parte del libro de la vida, y de la santa ciudad y de las cosas que están escritas en este libro” (Apocalipsis 22:18-19).
Isaías debía servir como profeta, en un día en que su mensaje sería rechazado y resistido. La disposición del hombre al pecado, es evitar el dolor y la persecución y así, alterar si es posible, el mensaje y el método de Dios manifestado a Isaías en Su santidad para motivarlo a ser fiel a su llamado y al menaje que se le iba a entregar. Isaías nunca perdió la visión de Aquel a quien servía y a quien debía tanto temer como agradar.
La gloria de su mensaje y de su ministerio, estaba en Aquel quien se los dio —Aquel a quien servía. En alguna medida, Pablo tuvo una experiencia similar al inicio de su ministerio: en su conversión, él vio la gloria de Dios y nunca la olvidó. La gloria de su mensaje y de su ministerio, le sostuvo incluso en medio de sufrimientos, adversidad y rechazo (incluso por el de uno de los santos). Pablo fue fiel a su llamado y al mensaje que se le dio para ser entregado, incluso hasta la muerte (ver 2ª Corintios 3-6).
LA SANTIDAD DE JESUCRISTO
Las promesas de la venida del Mesías en el Antiguo Testamento, se fueron haciendo cada vez más específicas hasta que se hizo evidente que este no sólo sería un ser humano, sino que además un ser divino (ver Isaías 9:6-7; Miqueas 5:2). Como tal, debía ser santo. Y así, cuando el ángel le dijo a María del niño que milagrosamente nacería de ella, una virgen, dijo: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (Lucas 1:35, palabras en itálica, del autor).
A través de la vida y del ministerio del Señor en la tierra, se hizo muy evidente que no era un hombre ordinario, sino que Él era más que un profeta y más que un simple hombre. Era el Hijo de Dios. Incluso los demonios tuvieron que reconocerlo como “el Santo de Dios” (Marcos 1:24; Lucas 4:34). Las cosas que Jesús dijo e hizo, le marcaron como Aquel cuya cabeza y hombros sobrepasaban a cualquier otro ser (humano). Pedro era un pescador profesional; pero cuando obedecía las instrucciones del Señor Jesús, los resultados eran asombrosos. La respuesta de Pedro fue adecuada:
“Viendo esto Simón Pedro, cayó de rodillas ante Jesús, diciendo: Apártate de mí Señor, porque soy hombre pecador” (Lucas 5:8)
Cuando Jesús sano al hombre mudo que estaba poseído por un demonio, las multitudes maravilladas, dijeron:
“Nunca se ha visto cosa semejante en Israel” (Mateo 9:33b).
Cuando Jesús le dijo al paralítico que sus pecados habían sido perdonados y después procedió a sanarle, la gente no pudo resistir hacer comentarios:
“Al ver Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: Hijo, tus pecados te son perdonados. Estaban allí sentados algunos de los escribas, los cuales cavilaban en sus corazones: ¿Por qué habla éste así? Blasfemias dice. ¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios? Y conociendo luego Jesús en su espíritu que cavilaban de esta manera dentro de sí mismos, les dijo: ¿Por qué caviláis así en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o decirle: Levántate, toma tu lecho y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dijo al paralítico): A ti te digo: Levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa. Entonces él se levantó en seguida, y tomando su lecho, salió delante de todos, de manera que todos se asombraron y glorificaron a Dios, diciendo: Nunca hemos visto tal cosa” (Marcos 2:5-12).
Cuando el hombre que nació ciego fue sanado por Jesús, los escribas y los fariseos estaban reacios a admitir que se había logrado aquel milagro. El ciego podía ‘ver’ las implicaciones de lo que había sucedido y presionó a quienes le interrogaban:
“Respondió el hombre, y les dijo: Pues esto es lo maravilloso, que vosotros no sepáis de donde sea, y a mí me abrió los ojos. Y sabemos que Dios no oye a los pecadores; pero si alguno es temeroso de Dios, y hace su voluntad, a ese oye. Desde el principio no se ha oído decir que alguno abriese los ojos a uno que nació ciego. Si este no viniera de Dios, nada podría hacer” (Juan 9:30-33).
Los milagros y señales llevados a cabo por Jesús en la primera etapa de Su ministerio en la tierra, indicaron Su santidad como asimismo los eventos ocurridos alrededor de Su muerte. La oscuridad sobrenatural que se produjo durante tres horas y la rasgadura del velo del templo (Lucas 23:44-45) junto con otros factores, provocaron que la multitud se alejara sobrecogida por lo que habían visto y oído (Lucas 23;46-48). Uno de los criminales crucificado al lado de Jesús, dio testimonio de Su inocencia en los últimos momentos de su vida y le pidió a Jesús que le recordara cuando Él entrara en Su reino (Lucas 23:36-43). Uno de los soldados al pie de la cruz, dio testimonio de la singularidad de Jesús (¿debiéramos decir de la ‘santidad’ de Jesús?):
“Cuando el centurión vio lo que había acontecido, dio gloria a Dios, diciendo: Verdaderamente este hombre era justo” (Lucas 23:47).
“Mas Jesús, habiendo otra vez clamado a gran voz, entregó su espíritu. Y he aquí, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo; y la tierra tembló, y las rocas se partieron; y se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos que habían dormido, se levantaron; y saliendo de los sepulcros, después de la resurrección de él, vinieron a la santa ciudad, y aparecieron a muchos. El centurión, y los que estaban con él guardando a Jesús, visto el terremoto, y las cosas que habían sido hechas, temieron en gran manera, y dijeron: Verdaderamente este era Hijo de Dios” (Mateo 27:50-54).
Las palabras dichas burlonamente por la multitud, cuando Jesús colgaba en la cruz, tuvieron aún más impacto después de Su resurrección:
“A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar; si es el Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y creeremos en él. Confió en Dios; líbrele ahora si le quiere; porque ha dicho: Soy Hijo de Dios” (Mateo 27:42-43; énfasis del autor).
La palabra ‘ahora’ me fascina. Desafiaron a Jesús a bajar de la cruz inmediatamente evitando así la muerte. Si Él lo hiciera, dijeron, le creerían. ¡Cuánto mas asombroso es que se levantara de los muertos! ¿Cuál fue el acto más grande, bajar de la cruz o levantarse de la sepultura? Jesús hizo la más grande y algunos creyeron.
Las deducciones de esta resurrección son señaladas enfáticamente por los apóstoles, según se han registrado en el Libro de los Hechos, ya fuera por Pedro o por Pablo:
“…a éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole; al cual Dios levantó, sueltos los dolores de la muerte, por cuanto era imposible que fuese retenido por ella. Porque David dice de él: Veía al Señor siempre delante de mí; porque está a mi diestra, no seré conmovido. Por lo cual mi corazón se alegró, y se gozó mi lengua, y aún mi carne descansará en esperanza; porque no dejarás mi alma en el Hades, ni permitirás que tu Santo vea corrupción” (Hechos 2:23-27, énfasis del autor).
“Y nosotros también os anunciamos el evangelio de aquella promesa hecha a nuestros padres, la cual Dios ha cumplido a los hijos de ellos, a nosotros, resucitando a Jesús; como está escrito también en el salmo segundo: Mi hijo eres tú, yo te he engendrado hoy. Y en cuanto a que le levantó de los muertos para nunca más volver a corrupción, lo dijo así: Os daré las misericordias fieles de David. Por eso dice también en otro salmo: No permitirás que tu Santo vea corrupción” (Hechos 13:32-35; énfasis del autor).
Pedro y Pablo, no sólo proclamaron la resurrección de Jesús de los muertos como el cumplimiento de la profecía del Salmo 16:10; también proclamaron que es “el Hijo Único” de Dios, a quien Dios lo haría pasar de la corrupción, porque Él era santo. La resurrección de Jesús de los muertos, no sólo justifica la afirmación que hiciera Jesús de ser el Mesías de Israel. También demuestra que es el prometido “Hijo Único” de Dios. La resurrección es el sello de aprobación de la santidad de Jesucristo.
Con mucha frecuencia nos vemos a nosotros mismos pensando en Jesús como cuando Él caminaba por este mundo durante Su ministerio de tres años. En realidad, Su resurrección de los muertos le cambió, de modo que ya no posee un cuerpo terrenal, sino que ahora está glorificado por Su cuerpo transformado. Su gloria y santidad ya no están encubiertas, por lo que la descripción que se hace de Jesús en el Libro del Apocalipsis, es la descripción que corresponde a como es Él ahora y siempre. El Juan que alguna vez caminó con nuestro Señor y que incluso se reclinó en Su pecho (ver Juan 13:23), ahora cae delante de Él como un hombre muerto, sobrepasado por Su santidad y gloria.
“Y me volví para ver la voz que hablaba conmigo; y vuelto, ví siete candeleros de oro, y en medio de los siete candeleros, a uno semejante al Hijo del Hombre, vestido de una ropa que le llegaba hasta los pies y ceñido por el pecho con un cinto de oro. Su cabeza y sus cabellos eran blancos como blanca lana, como nieve; sus ojos como llama de fuego; y sus pies semejantes al bronce bruñido, refulgente como en un horno; y su voz como estruendo de muchas aguas. Tenía en su diestra siete estrellas; de su boca salía una espada aguda de dos filos; y su rostro era como el sol cuando resplandece en su fuerza. Cuando le ví, caí como muerto a sus pies. Y él puso su diestra sobre mí, diciéndome: No temas; yo soy el primero y el último; y el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos, amén. Y tengo las llaves de la muerte y del Hades. Escribe las cosas que has visto, y las que son, y las que han de ser después de estas” (Apocalipsis 1:12-19).
LA SANTIDAD DE DIOS Y LA IGLESIA
(HECHOS:1-16; 1ª CORINTIOS 11:17-34)
La historia de Ananías y Safira, es familiar para los cristianos. En los primeros días de la iglesia, existía una gran preocupación por los pobres. Cuando surgía la necesidad, los santos vendían algunas de sus posesiones y llevaban el producto de estas ventas a los pies de los apóstoles, para su distribución (ver Hechos 2:44-45; 4:34-37). Ananías y Safira así lo hicieron; pero con un corazón dividido y en una forma engañosa. Vendieron una parte de su propiedad; pero se dejaron para ellos una parte del producto de la venta. Dieron una parte del dinero a los apóstoles, como si fuera todo lo que habían percibido de aquella venta. Cuando su pecado quedó expuesto frente a Pedro, éste los confrontó y ambos murieron. Gran temor sobrevino en toda la iglesia, sin mencionar el que tuvo el resto de la comunidad.
Siempre me he concentrado en el hecho que esta pareja mintió, lo que realmente hicieron. Pero en el contexto del estudio de la santidad de Dios, parecieran más importantes dos detalles sobre los cuales ya había reflexionado antes. Primero, ambos mintieron al Espíritu Santo. Su engaño fue una ofensa a la santidad de Dios. También fue un acto que pudiera haber tenido sobre la iglesia, un efecto de emulación (ver también 1ª Corintios 5:6-7). Del mismo modo que la generosidad de Bernabé estimuló a otros a dar de la misma forma, la acción engañosa y de corazón dividido de Ananías y su mujer, podría haber afectado adversamente a otros en la iglesia, animándoles a hacer lo mismo. Recordemos que ahora es la iglesia el lugar donde mora Dios en la tierra. Dios es santo y por lo tanto Su iglesia debe ser santa también. El pecado de Ananías y Safira fue una afrenta a la santidad de Dios y a Su iglesia.
Aún más, Lucas incluye un comentario sobre el efecto que la muerte de Ananías y Safira tuvo sobre la iglesia y la comunidad. Un gran temor sobrevino sobre toda la iglesia y sobre todos quienes oyeron de esto (Hechos 5:11, 13). Los no creyentes temerosos, prefirieron mantenerse alejados de la iglesia y los santos fueron motivados a mantener distancia del mundo (en lo que se refiere a sus pecados).
El temor es la respuesta de los hombres a la santidad de Dios. Así, el pecado de Ananías y de su mujer, fue un pecado de irreverencia, un pecado en contra de la santidad de Dios. Pero el arrebato de ira de la santidad de Dios que se manifestó en la muerte de esta pareja, también originó temor en aquellos que habían oído de este incidente.
En 1ª Corintios 11, encontramos un texto relacionado, donde Pablo reprende y amonesta a la iglesia por la mala conducta que algunos de ellos manifestaron durante la Cena del Señor. La iglesia recordaba al Señor, con una comunión como parte de una comida, tal como vemos la Última Cena descrita en los Evangelios. Algunos tenían la posibilidad de llevar mucha comida y vino a esta cena, mientras que otros podían llevar muy poco o nada. Algunos podían darse el lujo de llegar muy temprano y otros tenían que llegar más tarde. Aquellos que traían mucho y que llegaban temprano, no deseaban esperar o compartir con el resto, por lo que comían y bebían en exceso. En el proceso, algunos se emborrachaban y hacían desorden, por lo que la conmemoración de la muerte del Señor era vergonzosa, muy parecida a las celebraciones paganas de sus vecinos en Corinto.
Pablo reprendió a los corintios, no debido a que tomaban la comunión en un estado indigno, sino por hacerlo en una forma que no correspondía. “Indigno”, tal como aparece en la versión King James, en la versión NASB, se señala “en una forma indigna”. Ambas versiones son una representación precisa del adverbio empleado en el texto original —no es un adjetivo. La mayor parte de los cristianos, supone que Pablo reprende a los corintios por compartir el pan y el vino como aquellos que son ‘indignos’ (adjetivo), más que considerar que está prohibiéndoles compartir el pan y el vino de una forma impropia —’indigna’ (un adverbio). Nadie es digno del cuerpo y de la sangre de nuestro Señor; pero podemos recordarlo de una forma que sea digna y adecuada.
Más adelante, Pablo dice que cuando los corintios comieron el pan y bebieron de la copa “en forma indigna”, fueron culpables tanto del cuerpo como de la sangre del Señor (1ª Corintios 11:27) y al hacerlo, no “disciernen el cuerpo del Señor” (versículo 29). Continúa explicando que esta clase de conducta en la mesa del Señor, ha causado enfermedades en unos y muerte en otros (versículo 30).
De acuerdo a como yo entiendo las palabras de Pablo, el pecado de los corintios en la mesa del Señor, fue irreverencia. El cuerpo de nuestro Señor —Su cuerpo físico y Su sangre— son santos. Él hizo un sacrificio sin tener pecado al morir por nosotros. El cuerpo de nuestro Señor, también es la iglesia por lo que ella también es santa. Al comportarse la iglesia en forma indebida, con exceso de vino y desordenadamente en la mesa del Señor, demostró tener un descuido por el cuerpo físico y espiritual de Cristo; es decir, la iglesia. La irreverencia ofendió a Dios en tal manera, que Él provocó enfermedades en algunos y muerte en otros. La irreverencia en la adoración es tanto un fracaso en la comprensión de la santidad de Dios como una afrenta a Su santidad. La irreverencia es un pecado de gran magnitud, con consecuencias espantosas. La santidad de Dios requiere que tomemos la adoración muy en serio y que no participemos de ella con frivolidad. Esto no significa que nuestra adoración no se haga con gozo, solemne o sombría. Simplemente significa que debemos observar seriamente la presencia de Dios y ser muy cautos en no ofender Su presencia con nuestra irreverencia.
LA SANTIDAD DE DIOS Y EL CRISTIANISMO CONTEMPORÁNEO
La santidad de Dios no es simplemente una doctrina a la que demos nuestro consentimiento. Más bien, la doctrina de la santidad de Dios debería guiarnos y gobernar nuestras vidas.
(1) La santidad de Dios debería guiarnos y gobernar nuestro pensamiento sobre la “aceptación de Dios”
Con frecuencia oigo a cristianos emplear la expresión ‘aceptación incondicional’. Pareciera ser que este término, es aplicado primero a Dios y después a los santos. Razonan de la siguiente manera: ‘Dios nos acepta incondicionalmente, por lo que nosotros debemos aceptar a los demás incondicionalmente’. La dificultad que tengo es que no es una expresión bíblica. Incluso peor, al parecer no es un concepto bíblico. Dios no nos acepta ‘sin tomar en cuenta lo que hagamos’. Observemos a la nación de Israel. Debido a su pecado reiterado, Dios dijo que ya no eran Su pueblo (ver Oseas 1). Dios no aceptó a Caín ni a su ofrenda (Génesis 4:5). Dios sólo nos acepta a través de la sangre derramada de Jesucristo, de manera que incluso los cristianos no son aceptados incondicionalmente, sin considerar sus actitudes y acciones. La santidad de Dios indica que Él no acepta lo que no es santo. En realidad, todo lo que Dios acepta de nosotros es lo que Él produce en y por medio nuestro. Hablar en una forma demasiado irreflexiva, al parecer estimula una vida descuidada y desobediente.
La iglesia no puede ‘aceptar’ a aquellos que profesan ser cristianos; pero que viven como paganos (1ª Corintios 5:1-13). Debemos disciplinar y echar a quienes se rehúsan vivir como cristianos. La iglesia debe ser santa y esto significa que debe eliminar la ‘levadura’ que hay en ella. Dejemos que aquellos que enfatizan la aceptación incondicional, examinen estas palabras:
“Y escribe el ángel de la iglesia en Laodicea: He aquí el Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios, dice esto: Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca” (Apocalipsis 3:14-16).
(2) La doctrina de la santidad de Dios debe considerarse al hablar de a quién debemos dar cuentas.
El concepto de ‘dar cuenta’ ha sido, en mi opinión, importada del mundo secular. No estoy en completo desacuerdo con el hecho de a quién debemos ‘dar cuenta’, excepto que la iglesia a veces habla de tomar más de dar cuentas a los hombres que a Dios. No nos olvidemos a quién debemos dar cuenta:
“Mas yo os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio” (Mateo 12:36).
“Obedeced a vuestros pastores, y sujetaos a ellos; porque ellos velan por vuestras almas, como quienes han de dar cuenta; para que lo hagan con alegría, y no quejándose, porque esto no es provechoso” (Hebreos 13:17; énfasis del autor; ver también 1ª Corintios 3:10-15).
“De manera que cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí” (Romanos 14:12).
“A éstos les parece cosa extraña que vosotros no corráis con ellos en el mismo desenfreno de disolución, y os ultrajan; pero ellos darán cuenta al que está preparado para juzgar a los vivos y a los muertos” (1ª Pedro 4:4-5).
(3) La santidad de Dios debería gobernar nuestros pensamientos y nuestra autoestima.
Me sentí conmocionado con la declaración hecha por un sicólogo de principios del siglo XIX, tan diferente de lo que hoy se nos enseña:
“Esta reverencia ha sido significativamente definida por el sicólogo William McDougall, como: ‘la emoción religiosa por excelencia; pocos poderes humanos son capaces de provocar la reverencia, esta mezcla de prodigios, temor, gratitud y de autoestima negativa’”.
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¿Por qué hablamos de encontrar nuestra autoestima en Cristo, cuando el encuentro que tuvo Isaías con la santidad de Dios, le hizo decir:
“Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Isaías 6:5)?
Temo que toda nuestra orientación está equivocada y vamos a Cristo más para sentirnos mejor con nosotros mismos que por caer delante de Él humillados y ver Su santidad. Nuestros corazones debieran sentirse llenos de gratitud y alabanza por la gracia que Él ha derramado sobre nosotros. El que esta delante de Él, es el que se cree justo, confiado en lo que él es y no los santos que confían en quién es Dios (ver Lucas 9:14).
“Observad el temor y asombro con los cuales, tal como en forma reiterada lo indican las Escrituras, los hombres fueron conmocionados y trastornados cada vez que contemplaron la presencia de Dios… Los hombres nunca son tocados ni impresionados debidamente con una convicción verdadera, hasta que no se hayan visto enfrentados con la majestad de Dios”
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(4) La santidad de Dios debiera prevenirnos de lo que aceptamos y practicamos del movimiento “crecimiento de la iglesia” contemporáneo.
El movimiento contemporáneo “crecimiento de la iglesia” podría recomendarse en algunos aspectos.
29 Sin embargo, pareciera ser que en su intento por evangelizar, los ‘buscadores’ comportándose como ‘buscadores amistosos’, no toman con la seriedad suficiente, la santidad de Dios. Mencionaré sólo algunas de mis preocupaciones al respecto. ¿Cómo puede una iglesia dedicar el servicio principal (Domingos en la mañana) al evangelismo cuando su tarea fundamental es otra, tal como se señala en Hechos 2:42 (específicamente la enseñanza de los apóstoles, la comunión, partir el pan y la oración)? Pongámoslo de otra forma, ¿cómo puede la iglesia dedicarse al evangelismo en su servicio principal, cuando la tarea más importante es adorar y edificar? Más aún, ¿cómo se puede invitar a un no creyente a participar en la adoración siendo lo que es? La Biblia enseña que no existe este tipo de ‘buscadores’ (Romanos 3:10-12). Aquellos que serán salvos, son los escogidos cuyos corazones serán tocados por el Espíritu Santo, cuyas mentes serán iluminadas por Él. Para los que están muertos en sus pecados, Él es el único capaz de hacer que vivan (Efesios 2:1-7).
Nadie a quien Dios haya elegido y en quien el Espíritu está haciendo Su obra, deja de ir a Él, por lo tanto, ¿por qué la necesidad que los no creyentes asistan a la iglesia? Los que eran salvos se unieron a la iglesia, según el Libro de los Hechos y los que no creyeron, se mantuvieron alejados. Con todo ese énfasis puesto en el crecimiento de la iglesia, pareciera que se pone poca atención a la iglesia que disminuye debido a la falta de disciplina y a la poca devoción en proclamar y practicar la santidad de Dios. Cuando Dios hizo que Ananías y Safira se desplomaran muertos, los no creyentes no se acercaron en masa a la iglesia, sino que todos llegaron a temer a Dios, lo que fue bueno. Si el temor del Señor es el comienzo de la sabiduría, entonces la santidad de Dios no debe ser ignorada. La santidad de Dios hará que algunos se alejen; pero conducirá a los elegidos a la cruz.
Mientras estudiaba Isaías 6 y 2ª Corintios 2-7, entre otros textos, vi que tanto Isaías como Pablo estaban muy concientes de la santidad de Dios. Este conocimiento hizo que estuvieran más interesados en complacer a Dios que a los hombres (ver Gálatas 1:10). Pablo no suavizó su mensaje ni usó métodos inadecuados o irreverentes en su evangelio, en relación con la santidad de Dios. Los hombres elegidos y salvados por Dios, no necesitan ser salvados por medio de métodos de marketing. La iglesia que está conciente de la santidad de Dios, proclamará, practicará y protegerá un evangelio puro.
(5) La conciencia de la santidad de Dios, debiera cambiar nuestra actitud y nuestra conducta en la adoración.
En el Antiguo Testamento, la adoración estaba muy reglamentada. Al parecer, en el Nuevo Testamento había más libertad. El sacerdocio de unos pocos en el Antiguo Testamento, se transformó en el sacerdocio de todos los creyentes en el Nuevo Testamento. Pero Hechos 5 y 1ª Corintios 5 y 11, nos advierten con vigor acerca de la adoración que no se realiza con la seriedad necesaria. La irreverencia es una ofensa muy seria, tal como la podemos ver tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Y la adoración es un área donde la irreverencia es una preocupación constante. Siento una gran aflicción por aquellos que, en el entusiasmo y excitación de su adoración, transgreden claramente las instrucciones dadas a la iglesia con respecto a la adoración. Uno de los puntos en esta situación, es la enseñanza bíblica sobre el rol que la mujer puede desempeñar en las reuniones de la iglesia. También Uza aparentemente fue celoso y sincero en su trabajo de conducir el arca de Dios a Jerusalén y sin embargo, Dios hizo que muriera debido a su irreverencia. A Moisés se le impidió llegar a la tierra prometida, por su irreverencia y por desobedecer a Dios en lo que se le había instruido con precisión. Esto nos lleva a la aproxima observación.
“Adorad a Jehová en la hermosura de la santidad; temed delante de él, toda la tierra” (Salmo 96:9).
(6) La respuesta adecuada a la santidad de Dios, es el temor (reverencia) y el del temor es la obediencia.
Mientras leía los textos de las Escrituras que hablan de la santidad de Dios y del temor que produce en los corazones de los hombres, encontré una fuerte relación entre el temor (o reverencia) y la obediencia. Por ejemplo, la esposa debe respetar (literalmente, temer) a su marido, en Efesios 5:33. La sumisión de la mujer a su marido, con frecuencia se expresa en que debe obedecerle (ver 1ª Pedro 3:5-6). El temor o reverencia, conduce a la obediencia. La misma relación se observa en 1ª Pedro 2:13-25 y en Romanos 13:1-7, con respecto a los ciudadanos y sus autoridades y a los esclavos y a sus amos.
El temor del Señor es el resultado de estar concientes de Su santidad. Por lo tanto, también es la fuente de todo lo que es bueno. El temor es el comienzo del conocimiento (Proverbios 1:7). Hace que odiemos el pecado (8:13: 16:6). También es la base para tener una confianza firme (14:26). Es fuente de vida (14:27). La santidad de Dios es la raíz de muchos frutos maravillosos, que manan de un corazón que ha llegado a reverenciar a Dios como el Santo Único.
(7) La santidad de Dios es la base y la necesidad apremiante para nuestra santificación.
La santidad de Dios es la razón por la que también a nosotros se nos ordena vivir vidas santas:
“Como hijos obedientes, no os conforméis a los deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia; sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo. Y si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación; sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación” (1ª Pedro 1:14-19).
Porque Dios es santo, nosotros que somos Su pueblo, también debemos ser santos. Nuestro llamado es la santidad (Efesios 1:4; Romanos 8:29; 1ª Tesalonicenses 4:3). Debemos practicar y proclamar al mundo Sus excelencias (1ª Pedro 2:9) y lo prominente entre las excelencias de Dios, es Su Santidad.
(8) La santidad de Dios hace que el evangelio sea una gloriosa necesidad.
Al pensar en la santidad de Dios y en la del Señor Jesucristo (sin excluir al Espíritu Santo), me siento más y más estremecido por la cruz del Calvario. A menudo pienso en la agonía de nuestro Señor en el Jardín de Getsemaní. Generalmente, pienso en Su agonía en términos de enfrentar la ira del Padre, la ira que merecemos nosotros. Pero este estudio de la santidad de Dios, me ha impresionado con la aversión que tiene un Dios santo hacia el pecado —hacia nuestro pecado. Y, sin embargo, a pesar del desprecio hacia el pecado que un Dios santo tiene, el Señor Jesucristo tomó todos los pecados del mundo sobre Sí mismo y fue al Calvario. Jesús no sólo estaba agonizando sobre la ira del Padre. Estaba agonizando sobre el pecado que Él tenía que llevar por cuenta nuestra. ¡Qué Salvador tan maravilloso!
De lo que comprendo de la historia de la iglesia, los reavivamientos han sido muy asociados con una conciencia renovada y aumentada de la santidad de Dios, acompañada por una convicción intensificada del pecado personal. Si la santidad de Dios consuma en nuestras vidas lo que hizo en la vida de aquellos hombres como Isaías, de quien leímos en la Biblia, tomaremos más conciencia de la profundidad de nuestros pecados y de nuestra desesperada necesidad de perdón. Sin santidad, no podremos entrar al cielo de Dios. En Su santidad, Dios proveyó para nuestros pecados. Por Su muerte de sacrificio en la cruz del Calvario, Jesucristo pagó la penitencia por nuestros pecados y por lo tanto, hizo posible que compartamos Su santidad. Cuando reconocemos nuestro pecado, nuestra injusticia y confiamos en la muerte de Cristo por nosotros, volvemos a nacer. Nuestros pecados son perdonados. Nuestra impiedad es limpiada. Llegamos a ser hijos de Dios.
El Domingo de Resurrección, es el día en el que celebramos la resurrección de Jesucristo de los muertos. Puede ser el momento en que también pasemos de la muerte a la vida, si ponemos nuestra confianza en Él.
“Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia, entre los cuales también todos nosotros vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás. Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aún estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos), y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús, para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Efesios 2:1-7).